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Si la arquitectura te rodea, deberías empezar a fijarte en ella

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Las típicas anécdotas de obra (IV)

Pensaríais que ya había terminado con el anecdotario. Ay pequeñuelos, ¡cuán errados estáis!

En la obra no se mea

Ya os he hablado en alguna ocasión de dos fenómenos que he tenido la ocasión de ver en las obras: el primero es la afición de todo trabajador de una obra sin importar el grado y la condición a acercarse a los pilares con la aviesa intención de orinarlos, quizá por ver si crecen con semejante aporte de nutrientes o al menos para que estén suaves gracias a la urea. El segundo es de una compañera que tuve de ayudante mía en una obra. La muchacha, rubita con ojos azules gustaba de dirigirse a los operarios con la voz de Malamadre.
Un día ambos fenomenos se aliaron para ofrecerme una de las escenas más rocambolescas que he podido presenciar. El mismisimo Benny Hill hubiese disfrutado viendo a mi rubicunda compañera dar vueltas dando voces alrededor de un pilar tras un operario que -miembro en mano- intentaba por todos los medios terminar la faena sin ser observado o amputado, pues en aquel momento ninguno sabíamos de las intenciones de la fierecilla en cuestión. Ese día yo supe que no podría volver a reir tanto y el operario que jamás hay que miccionar fuera de los servicios de la obra, que haberlos los había.

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La potencia del círculo
Sucedió que mientras estábamos un grupo de técnicos en una visita de obra, el arquitecto director, un anciano venerable, catedrático y muy considerado en la profesión se paró de repente en el patio central del edificio, una suerte de claustro circular de más de 30 metros de diámetro y de repente, mirando hacia el cielo abierto, espetó con tono de admiración:

-«¡… la potencia del circulo!»

Todos a su alrededor, que andábamos preocupados por temas mucho más mundanos, por ejemplo como terminar aquel círculo que no acababa de estar definido y que nos estaba volviendo locos, soltamos un gruñido de aprobación y bajamos la cabeza no fuera que nos fuese a preguntar si entendíamos lo que decía.

Desde entonces, no hubo día que no pasase por aquel patio sin recordar aquella frase. Años despues volvía por allí y observé unas cuantas fisuras consecuencia de aquellas indefiniciones pertinaces que no terminaban nunca de aclararse. No pude sino ponerme en el centro de aquel patio y gritar:

¡Me cago en el círculo!

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Las vacaciones son sagradas

Mi segundo jefe era un tipo peculiar. Justo cuando entraba en modo paternalista y bajabas la guardia te metía un sablazo o te hacía un desplante. Tardabas tiempo en acostumbrarte. Un día me dijo:

-Miguel, en esta empresa las vacaciones son sagradas – y cuando yo ya estaba pensando en irme, remató- ¡No las toca ni Dios!

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Los toros y la construcción

El mismo individuo, que solo venía a la obra a que le diéramos el parte o a que un peón le lavase el coche -era el año 1991, las cosas han cambiado mucho afortunadamente- un día al final de la obra se presentó y me preguntó si tenía chatarra. Entonces la chatarra que se iba acumulando durante toda la obra, fundamentalmente en la fase de estructura en la que hay muchos despuntes de acero, se vendía a un chatarrero y con lo que sacábamos se hacía una comida para el personal. Yo guardaba aquellos montones de ferralla oxidada como la virtud de mi hermana.

Pues sí, tenemos bastante, hemos guardado hasta el último despunte- dije muy orgulloso de ser tan precavido.

-Estupendo, mañana mando un camión que lo vamos a vender para comprar las entradas de los toros de San Isidro.

Huelga decir que en mis obras ya nunca más había chatarra, eso sí, nadie sabe cómo al final hacíamos una comida en la que nadie ponía un duro. Faltaría más.

Nota del arquitectador: Lo que más me molestó fue que lo gastaran en entradas para el absurdo y cruel espectáculo de los toros, imagen ancestral de un país que parece resistirse a avanzar en los derechos de los animales.

Anécdotas de obra (III)

Ante la lluvia de peticiones me veo obligado a narrar otra tanda de anécdotas del curioso y nunca bien ponderado mundillo de las obras. Ahí van:

Tengo un compañero y amigo que trabajó durante unos años en un lugar pequeño de esos en los que todo el mundo se conoce en muchos kilómetros a la redonda. El arquitecto con el que trabajaba, nunca le acompañaba a la toma de datos cuando tenían que hacer alguna obra de rehabilitación. Un día, al llegar al estudio, se ofreció a acompañarle a tomar unos datos para una obra, cosa que le extrañó bastante, sobre todo cuando le dijo que prefería ir en el coche de mi amigo.
Cuando llegaron al lugar en cuestión, que resultó ser el burdel de la comarca, mi amigo comprendió el interés por acompañarle ese día a la toma de datos, y también por que fuese su coche y no el de su jefe, el medio de transporte elegido, sobre todo porque -cosas de los sitios pequeños- cuando mi amigo llegó a su casa esa noche, su mujer ya tenía ciertas noticias de que su utilitario había sido visto aparcado en lugares donde no debía estar.
Ya sabéis, a ciertos sitios se va en taxi.

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Durante una corta temporada, compartí mi trabajo habitual con una colaboración en una pequeña empresa de rehabilitaciones. Aquello era un pequeño cortijo en el que el encargado de obra, con un perfil exacto al de un señor que apareció durante muchos años en las monedas de duro, y el mismo tono de voz melodioso que Malamadre hacía y deshacía a su antojo.
Un día, le escuché en la oficina debatir con otro secuaz, la mejor forma de comenzar un corte con un serrucho:
-¿Qué es lo que queréis cortar?
-La bañera del chalet de La Moraleja, que no cabe en el baño, le faltan cinco centímetros
Por un lado me recorrió un escalofrío. La bañera la había comprado el dueño del chalet de una urbanizacion de lujo de Madrid, y tenía todo lo que un hidromasaje puede tener…pagando más de 9000 euros, claro. Por otro, imaginé lo que pasaría si le permitía seguir adelante y reconozco que estuve a un pelo de dejarle continuar con su plan. Al final me rajé y le prohibí hacer aquella felonía. Aun hay noches que me despierto bañado en sudor, justo cuando aquel cirujano plástico que nunca supo lo que se le venía encima, se abalanza sobre mi, serrucho en mano.
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Trabaje en una obra con un arquitecto de mucho renombre pero ya con muchos años. Un día, mientras nos explicaba un detalle constructivo, empezó a garabatearnos la solución con un lápiz sobre el libro de órdenes. A cada palabra, una nueva línea en forma de garabato quedaba impresa en el papel. Cuando terminó, el dibujo podría haber sido el de un niño de cuatro años que hace círculos una y otra vez con la incansable pertinacia de su párvula imaginación.

Huelga decir que nadie de los que estábamos allí comprendió nada, pero guardamos un respetuoso silencio hasta que se marchó. Luego fuimos de despacho en despacho para preguntarnos unos a otros si sabíamos lo que había que hacer. Cuando comprendimos que nosotros no, porque él tampoco, optamos por una solución discreta y funcional y nunca más se mencionó el tema.
Años después, durante una reunión,….bah, esto mejor no lo cuento.

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Durante mis primeros años como jefe de obra, tuve la suerte de coincidir con magníficos profesionales que marcaron decididamente mi vida profesional. En una de las obras en las que fuí ayudante y antes de empezar la misma, estuvimos durante un mes calculando los costes, para comprobar su rentabilidad. Cuando finalmente obtuvimos el número….nos quedamos pálidos. La obra perdía casi 10 dígitos (en pesetas). El jefe de obra, un hombre sereno de los que uno quiere tener al lado en las situaciones difíciles y muy acostumbrado a esas lides, entró, vio el número, miró nuestras caras desencajadas y se echó a reír:
-No tengáis problema. Sí perdiésemos 90 tendríamos un problema grave, pero perdiendo 900 el problema es de alguien de arriba que tendrá que sentarse en una mesa a resolverlo y nos dejarán hacer la obra tranquilamente.
Y así fue.

Las típicas anécdotas de obra (I)

He tenido la suerte de conocer en las obras personajes excepcionales en los últimos veintidós años. Siempre – mis allegados lo sufren con estoica paciencia- refiero como aquel ferralla-filósofo, de nombre Arcadio, con el que tenía largas conversaciones en la búsqueda del ungüento amarillo que arreglase el mundo y pertinaz desobediente a la hora de ponerse el casco, me decía mientras se lo ponía de mala gana al recordárselo yo:

-¿Cascos? ¿cascos?….armas, Miguel, ¡armas y munición es lo que necesitamos!

El abuelo cebolleta, siempre supe que yo acabaría así.

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En una ocasión, mi compañera Virginia, entró pálida en la caseta con un libro de un filósofo alemán que soltó sobre mi mesa como si quemase, diciéndome con ironía  «lo he encontrado en la obra». Finalmente, a ultima hora de la tarde, un muchacho joven, un escayolista entró en la caseta para ver si habíamos encontrado un libro.
-…mmm, no sé, voy a ver – le dije, mientras hurgaba distraídamente en las estanterías donde reposaban, planos, papeles desordenados y carpetas polvorientas- ¿de que autor?
-De Schopenhauer-me dijo.
Le miré fijamente, abrí el cajón de mi escritorio y le ofrecí el libro. El chico dio las gracias y se marchó y aún hoy, me pregunto que habrá sido de él.

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En aquella misma obra, en la que yo actuaba como jefe de obra y a la que llegue a mitad del proceso como nuevo contratado en la empresa, pues mi antecesor se había despedido, los problemas con la arquitecta de la dirección facultativa habían sido frecuentes. El segundo día de visita y tras tratar algún que otro problemilla que venía de atrás y que conseguimos resolver, la arquitecta, le preguntó a mí jefe, delante mío, donde me habían encontrado:
-Por un anuncio en la farola* – me adelante.
Me miró, se echo a reír y no volvimos a tener problemas en toda la obra. No más de los normales, quiero decir.

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Aquella obra dio para mucho. Una mañana, el encargado de los albañiles entró furibundo en la caseta agitando los brazos por que la ayudante de obra, mi secuaz, una muchacha de apenas veinte años, le había mandado a tomar por donde amargan los pepinos en mitad del patio, donde todo el mundo pudo oírla bien. Me costo media mañana calmar los ánimos  Ahora puede parecer mentira, pero hasta hace no mucho, el que una mujer entrase a una obra a dar órdenes era para muchos comulgar con hogazas de ocho kilos. Tanto más si era una veinteañera. En numerosas ocasiones me vino muy bien el carácter de la chica, que hoy, además de buena amiga, es una gran profesional de la construcción. Cierto que no debió decirlo así, pero también es verdad que gracias a que lo dijo un día, no necesito decirlo nunca más.

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En otra ocasión, siendo yo ayudante de obra, el jefe de obra con el que trabajaba recibió a uno de los subcontratistas que venía -como siempre- a intentar subir sus precios pues afirmaba perder dinero. Mi jefe, un hombre grandote y bonachón como él solo, se levantó, miró por la ventana de la caseta y le pregunto al otro, un albaceteño rojizo y pachón:
-Oye, ese Mercedes de ahí, el que has dejado en mi plaza, pedazo de cabrón, es tuyo, ¿verdad?, pues a pedir más dinero se viene con otro coche
Y le echó de la caseta con cajas destempladas.

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En esa obra, teníamos un administrativo borrachín al que nos habían enviado en castigo para que el jefe supremo no lo viese más (palabras textuales) y cuando había visita de la alta jerarquía teníamos que esconderlo y no dejar que se fuese al bar y volviese dando tumbos. Le habían ofrecido una terapia desintoxicadora en una clínica especializada pagada por la empresa. No quiso pues decía que allí le iban a cambiar la sangre.

(continuará…..)

*La farola es una publicación que suelen vender mendigos y gente necesitada en semáforos o a la puerta de los centros comerciales.