Desde que la superficie de la tierra se vio habitada por seres humanos hay un elemento urbanístico que se ha repetido mil veces en todas las civilizaciones. Las plazas.
La plaza como lugar de reunión, como centro y como cruce de caminos, existe desde el momento en que dos chozas se enfrentan o dos caminos se cruzan. El inevitable punto de convergencia se convierte en centro neurálgico de la vida en común.
Incluso cada corro de conversación, cada círculo de amigos charlando en torno a unas cañas es una pequeña plaza que formamos para disolver y volver a formar en la siguiente ronda, en el siguiente bar.
Yo me crié muy cerca de una plaza, de ésta que os muestro en la foto. Era una plaza más, una plaza Mayor -y eso que no hay plazas menores- como tantas otras, que nos ofrecía a los muchachos del barrio, bancos que no eran para sentarse sino para imaginar la portería de un campo de fútbol, bibliotecas que no existían a cambio de una maravillosa tienda de cambio de tebeos que vi desaparecer con dolor años más tarde, parques que no soñábamos, sustituidos por unos billares donde conocimos el primer cigarrillo y jugamos nuestras primeras partidas de ping pong a falta de campos de tenis o polideportivos.
Este fin de semana pasé por mi plaza. Los edificios que me traían historias dibujadas ahora son locales cerrados, los bancos que servían para jugar al fútbol ahora están adornados con un hermoso letrero que prohíbe el juego de pelota y los billares mueren tras una puerta oxidada y un cartel de alquiler que debe llevar allí más tiempo del que al dueño le gustaría. La plaza, edificios derruidos incluidos, fenece mientras se deshace la vida de la ciudad y una triste obra, que rehabilita con desgana una de las fachadas se me antoja una gruesa capa de maquillaje en el rostro de una vedette trasnochada, oculta tras unas plumas que nunca volverán a bajar las escaleras de la vida en común que se disfrutaba antes allí.
Las plazas, amigos, son para vivirlas, necesitamos las plazas porque son el hogar de la tribu. Las hemos sustituido torpemente por pequeñas pantallas donde nos reunimos sin vernos, presos de una vida social en la que el contacto se sustituye por emoticonos, los olores cayeron tras el sonido de un nuevo mensaje en nuestro móvil y los gritos de los juegos infantiles son apenas una estúpida onomatopeya de antiguas risas. Siempre la misma. Jajajá.
Y no sé si lo hicimos antes o después de que las plazas perdiesen su carácter de ágora, de lugar de encuentro, para convertirse en rotondas, en lugares donde hacerse la foto junto a la nueva fuente o la incomprensible estatua, iconos del ego de un alcalde o un prohombre homenajeado. Tuvimos la culpa los arquitectos, los políticos, los ciudadanos, todos y ninguno.
De lo que estoy seguro, es de que los ciudadanos las necesitamos. Que alguien diseñe una plaza para usarla de una vez (1). Y demos un capón al que pone el cartel de prohibido jugar a la pelota.
Nota del arquitectador(1): Sí. Puede leerse «de una puta vez». Has acertado.