Pasó una vez, hace casi catorce años. A primera hora de la mañana del 20 de abril de 2004 la vida de Mina llegó a su fin tras una leucemia fulminante. El veterinario vino a casa, ella estaba en su cama, tranquila, el veterinario le puso una inyección mientras yo la acariciaba y se apagaron su vida y sus sufrimientos.
Yo tenía que entrar a trabajar al periódico a media mañana. Un suplemento tenía que salir impreso al día siguiente y pensé (o tal vez no pensé demasiado, porque no estaba demasiado lúcida en ese momento), que no podía dejarles en la estacada y acudí a la redacción. Mi jefe notó nada más verme que algo me pasaba, según me preguntó me puse a llorar allí mismo, en medio de la recepción. Y yo no soy de llorar fácil, os lo aseguro.
Ese día trabajé. Lloré y trabajé. Me tragué las lágrimas y trabajé. El suplemento salió con todas sus páginas y me volví a casa ya de noche para seguir llorando.
Este año volvió a suceder. Mi gato Flash, tras quince años a mi lado, murió en una clínica veterinaria la tarde del 15 de marzo. Al día siguiente fui a trabajar. En esta ocasión lloré a un par de compañeros en la cocina. Otros tantos me preguntaron el motivo de mi mala cara.
Ahora vivo con dos perras y una gata. Una de mis perras, Troya, tiene diecisiete años. Maya, la gata, tiene quince. La lógica dice que en cualquier momento tendré que despedirme para siempre de ellas.
No sé cómo será. No sé si iré a trabajar o no. No sé qué compañero me verá llorar esta vez si acudo a la redacción.
Lo que sí sé es que si faltara alguno de esos días y dijera que lo hago porque ha muerto mi perra o mi gata y estoy rota, y quiero llorarla tranquila en la casa que hemos compartido tantos años, mucha gente me entendería y otra tanta no sería capaz de hacerlo. «Es solo un perro», «es solo un gato» pensarían. Tal vez incluso lo dirían en alto. Una amiga tuvo que escucharlo el día siguiente a la muerte de su perro, al que amaba tiernamente y aún hoy llora de vez en cuando. Insensibilidad en estado puro. Puede que tú nunca hayas amado a un animal más que a muchos miembros de tu familia, los que los lloramos sí.
También sé que si faltara un par de días porque ha muerto algún tío al que llevo media vida sin ver y con el que apenas me unen lazos, nadie se extrañaría, nadie lo vería raro, nadie diría «es solo tu tío, con el que ya no tratabas».
No supone equiparar en términos objetivos y abstractos la vida de un animal con la de un ser humano. Supone sencillamente sentir, supone ser un humano empático.
Lo de cómo gestionar en términos de recursos humanos esas ausencias es otra historia y depende más de la voluntad y sensibilidad del jefe que te toque en suerte. Los habrá que lo consideren un permiso justificado, los habrá que obliguen a gastar un día de vacaciones y también los que prohíban directamente esa ausencia. Algún caso conozco de enfermedad fingida para sobrellevar el trance. «Estoy enfermo, con gastroenteritis, mañana estaré bien», dijo cuando en realidad estaba en pleno duelo e incapaz de salir de la cama.
Yo creo que tiene todo el sentido que los animales con los que convivimos sean considerados nuestra familia, en términos de permisos por fallecimientos o intervenciones quirúrgicas o enfermedades graves. Creo que tiene sentido que cuando en esos permisos se habla de «familiares en primer y segundo grado de consanguinidad», también se contemplen los animales con los que compartimos el día a día. Si un trabajador es responsable, si obra con ética sólo lo aplicará cuando lo necesite. Ese permiso, como todos los demás.
No sé si soy minoría, la verdad.
* Este post viene a colación de la sentencia pionera que ha permitido a una trabajadora italiana logrra un permiso retribuido de dos días para cuidar a su perra enferma.