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Vivir sencillo

Después de meses encerrada a diario en un plató, me apetece un breve parón en el que apuntar con la barbilla hacia el cielo y encontrar el sol, en lugar de los focos de un escenario lleno de raíles, cámaras y muchos ojos puestos en que la cosa funcione.

A veces siento que necesito pasar por los espejos sin mirarme, bajar de los tacones y dejar de usar perfumes que hablan más alto que yo misma. De esa manera vuelvo a sentarme delante de un folio en blanco en el que volver a escribir cosas que me ilusionan y a ese vuelo sin red de cuando sabes que arriesgas y puedes perder.

Frenar para mí significa cargar de carbón esa locomotora que te lleva a donde deseas, cogerle el teléfono a mi abuela sin prisas, malgastar el tiempo sin arrepentirme y comer hasta hartarme sabiendo que voy a poder permitirme una siesta después.

Ayer por la mañana cogí el coche y me puse a conducir hasta que al bajar la ventanilla no escuchaba más que el motor de mi vehículo. Qué emoción ver nieve. Me resultó agradable saber que, después de todo, seguía resultando más importante detener el coche en mitad del camino que llegar a ningún destino. Respiré hondo intentando robar para mí sola todo el oxígeno de alrededor y ventilar preocupaciones que no lo son tanto, aunque no nos demos cuenta.

A veces creo que la cabeza me va demasiado rápido y que dejar la mente en blanco, como ese manto de nieve, es imposible para alguien como yo.

En aquel momento, con el frío coloreando mi nariz, recuperé momentos familiares en torno a una mesa: los platos de cuchara, las sopas y la bechamel en platos de cristal, que menguaba a dedos sin que se dieran cuenta.

Con los pinos como punto de fuga, recordé que solía esquiar con mis padres en Candanchú, donde un día el rey Don Juan Carlos, con abrigo rojo, me cedió siendo una niña el paso en un remonte y una avalancha de sudor y miedo me sepultó hasta alcanzar lo más alto de la montaña, por si sufría una aparatosa caída encima del monarca.

Los domingos salíamos de noche de la ciudad y veía el día amanecer acostada en el asiento trasero, cuando la nieve todavía es azul. Entonces mis inquietudes eran otras: el bocadillo que se escondía bajo el papel de plata, fardar de marca de gafas en la cara en clase al día siguiente y mirar al frente para no marearme. Hasta que de repente un día, bajando descontrolada una pista negra llena de hielo, me quité los esquís llorando y juré no volver a acariciar las laderas nevadas con ese par de láminas de mierda que iban a dejarme lisiada en cualquier momento.

Ahora regreso a ese lugar y a otros tantos cada vez que quiero conectar conmigo misma. Con las dos piernas intactas y la mente muy loca.

Avec tout mon amour,

AA

Miss Norma: la aventura de desgastar la vida hasta el final

caniche

La vida es como un tablero del juego de la oca. Lanzas los dados y somos capaces de sortear la cárcel, el laberinto o el pozo, pero la muerte es un rato largo al que todos llegamos. Y la manera en que lo hagamos no siempre se puede decidir, pero si el destino avisa, se puede intentar combatir la eternidad sin garantías en lugares que a nadie gustan… o ponerle el más espectacular broche final.

No todo el mundo puede cerrar su diario con una sonrisa llena de paz y habiendo cumplido todos tus sueños, en una última y desgastada hoja, paladeando los silencios, dejándose arrastrar por un torbellino de amor y la curiosidad de un niño.

Os preguntaréis el porqué de mis palabras de hoy… No, no me estoy muriendo, si acaso muero cada día por ser yo, sin interferencias. Lo que sucede es que el pasado viernes viajaba en el coche para ver a mi familia y, a solas con la radio, evité las lágrimas emocionada en el interior del coche, al conocer la historia de Norma Jean Bauerschmidt, una anciana de Michigan (EEUU) de 90 años que rechazó tratarse el cáncer porque deseaba recorrer el mundo antes de sacrificar los amaneceres.

Todo comenzó en julio de 2015 cuando, dos días después del fallecimiento de su marido, Leo, le diagnosticaron un cáncer de útero. Felices durante 67 años, no quería operarse ni pasar el resto de su vida sometiéndose a agresivos tratamientos oncológicos para estirar el inevitable desenlace. Antes de reunirse con el amor de su vida, Norma manifestó su deseo de exprimir cada día como si fuese el último y así se lo transmitió a su médico: “Tengo 90 años, me voy de viaje”. Así pues, vendió la casa que había compartido con su marido e inició un largo viaje en una acogedora autocaravana, acompañada por su hijo Tom, su nuera Ramie y su caniche Ringo.

Recorrieron más de 20.000 kilómetros y visitaron un total de 32 estados del país. Su enternecedora historia está reflejada en una página de Facebook llamada Driving Miss Norma (Paseando a Miss Norma) que atesora 500.000 seguidores y en la que la gente ha devorado virtualmente cada kilómetro de carretera y sentido como suya cada experiencia vivida por esta anciana.

Esta pequeña mujer de 1,50 metros y 46 kilos ha subido en globo en Palm Springs (California), ha visto el Monte Rushmore, los bisontes del Parque nacional de Yellowstone, ha visitado Disneylandia (Florida), ha probado por primera vez las ostras, ha tocado un ukelele, ha lanzado enormes bolas de nieve, se ha asomado al Gran Cañón del Colorado, se ha columpiado al atardecer … Todo ello sin dejar de sonreír ni un instante.

El 30 de septiembre su hijo anunció la muerte de la gran Norma a través de Facebook. Lo hizo con la imagen de las manos de la maravillosa anciana entrelazadas y un texto que decía: “La vida es un equilibro entre tomar y dejar marchar. Hoy estamos dejando marchar”.

Hasta siempre, Norma. No dejaremos de mandarte mensajes allá donde estés, has llegado a la casilla 63, has ganado.

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Avec tout mon amour,

AA