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El probador indiscreto

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No soy una de esas chicas que escanean con la mirada la ropa de su tienda favorita y saben, como si Dios les alumbrara, si esa prenda va a caer de cara o del revés, y aunque la pereza casi siempre me arrastra directamente hasta la línea de meta -que no es otra que la caja-, en ocasiones intento coger el primer desvío en dirección a los probadores para no volver con el rabo entre las piernas y admitir que me he equivocado con mi última adquisición, como tantas otras veces que me he dejado engatusar por la compra online y he acabado con vestidos sin forro, sujetadores mayúsculos en los que cabían los pechos de tres alemanas del Oktoberfest o camisetas diminutas de las que pellizcan las axilas.

Pero lo que me sucedió en los probadores de una conocida tienda va a dar un giro inesperado a mis compras habituales. Se acabaron las colas y los espejos engañosos dentro de esas duchas secas en las que te das golpes para ver cómo te queda de culo un vaquero, alejándote del espejo y encaramándote a la pared como un percebe. SE ACABÓ.

Se acabó en el mismo momento en que mis ojos se toparon con los del pariente que acompañaba a mi vecina de al lado, sentado cómodamente en un sillón enfrente de su chica, que tenía en su ángulo de visión mis bragas de Supergirl (las más indignas de mi casa) y mis medianas vergüenzas aireándose sin tapujos inclinadas hacia delante y colgando como si fueran las de una cabra. Sentí mi intimidad violada hasta en tres ocasiones, sin decoro por parte de aquel desconocido que en lugar de mirar a su chica me observaba a mí a través del hueco de la tela que no tapaba. Porque esa mierda de cortinas no evita las inesperadas pupilas que se cuelan por las rendijas y te pillan a por uvas, con la tripa relajada y deseando repartir hostias sin levadura.

Indignada por esas vulgares cortinas que suenan a collar de perro al correrlas y son una ventana indiscreta para cualquier voyeur que se precie, finalmente salí del probador, ese lugar en el que las dependientas te recompensan en ocasiones con palabras que suenan a limosna, con la poca honra que aún conservaba y mis más íntimos superpoderes anulados por los rayos láser de los ojos de ese tío con la cabeza gacha, al percibir que abandonaba el cubículo en el que estaba atrapada.

Así pues, que nadie se extrañe si devuelvo ropa a discreción, no pienso volver a pisar un probador hasta que no existan cortinas que cubran más del 80% de la anchura del probador en el que desparramar las carnes sin agobios.

O que pongan puertas, ¿tan difícil es?

Supergirl.

 

Avec tout mon amour,

AA