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Me declaro tortillera

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Soy tortillera por encima de todas las cosas.

La comida son recuerdos y no conozco a nadie infeliz frente a una tortilla de patata. Y, en ese sentido, uno colecciona tortillas a lo largo de su vida, y ninguna como la de su madre, por eso no voy a entrar en encendidos debates nacionales que no llevarían a ninguna parte.

Aceite de oliva, huevos y cebolla se mezclan calientes o fríos en la boca para acompañarnos en casa o en la calle, en el mar o en la montaña, en el vértice de un tenedor o dentro de dos mitades de pan crujiente.

Y, por muy sencillo que parezca hacerla, tal y como asegura en la película Un viaje de diez metros la prestigiosa chef Madame Mallory de Le Saule Pleureur, una simple omelette basta para saber si estás ante un gran cocinero. Y las posibilidades son infinitas.

E igual que vierto el buen vino en mis guisos, encendiendo el grito de quienes me observan derrochar un buen trago entre verduras, carnes o pescados, con las tortillas intento elegir todo con mimo para revivir con los mejores ingredientes momentos entrañables del pasado o para crear nuevas historias que saborear más adelante.

Este post lo habría escrito sobre una libreta vieja y cuadriculada azul, como en la que escribía mi bisabuela sus recetas, llena de tomate y que pasan de mano en mano; pero la tecnología está exenta de romanticismo y perdono las formas a cambio de que me leáis tantísimos.

Mi maravillosa receta está pensada para dos personas, de vosotros depende con quien deseéis compartirla.

Ingredientes:

  • 3 patatas medianas, prietas y blancas
  • 1 cebolla grande
  • 4 huevos de gallinas felices (en su cáscara la numeración empieza por cero)
  • 2 cucharadas de aceite de oliva virgen
  • Una pizca de sal marina
  • Y mucho cariño…

Elaboración:

Pelad las patatas y cortadlas en finos discos en un plato.

Cortad la cebolla en tiras, pero tened cuidado, “lo malo de llorar cuando uno pica cebolla no es simplemente el hecho de llorar, sino que a veces uno empieza y ya no puede parar” (Como agua para chocolate).

Calentad las dos cucharadas de aceite en una sartén antiadherente y volcad la patata y la cebolla. Echad un poquito de sal marina fina, de la que huele a verano. La tortilla es mucho más sana si en lugar de freír, rehogáis los ingredientes, con el fuego bajo, hasta dorarlos levemente. Para conseguirlo, tapad la sartén y maread de vez en cuando la cebolla y la patata.

En un bol, batid los 4 huevos y añadid un poco de sal. Cuando la mezcla de la sartén esté blandita, verted todo en el bol y enredadlo todo, como en la mitad de un cuento.

Subid la temperatura de la sartén que habéis utilizado para hacer la patata y la cebolla y precipitadlo todo dentro, sin incorporar más aceite, ya que no es necesario.

A mí la tortilla me gusta ligeramente jugosa, melosa y no demasiado compacta. Así que cuando veáis que se ha hecho un poquito, tras ordenar los bordes redondeados con una espumadera, tapad con un plato grande la sartén y con la palma de la mano apoyada en su base y un certero giro de muñeca, le dais la vuelta y dejáis que la tortilla se haga por el otro lado hasta adquirir la consistencia deseada.

¡Espero que construyáis bonitos recuerdos con esta receta! Me encantará que me los contéis.

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Avec tout mon amour,

AA

Vi a una chica llorar entre el público en el concierto de Rufus Wainwright

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Apuré los minutos antes de entrar al Teatro Real tensando los cordones de mis sandalias camel en el coche negro que me trasladaba hasta el concierto de Rufus Wainwright, en lo que supuse bien iba a ser el sueño de una noche de verano.

Nada más llegar, enseguida me dispuse a saludar a caras amigas, unas más televisivas que otras, que apuraban los días en Madrid antes de marcharse de vacaciones y disfrutar, como yo, de las canciones desnudas del artista, enfundado en unos estrafalarios pantalones fucsias de estampado salvaje, que olvidó por completo la letra de California y que creció a medida que avanzaba la noche, durante la que me ausenté para ir al baño y que al regresar -por lo que yo pensaba que era el camino- me situó en el interior de una sala de juntas y próxima a una flecha que indicaba “escenario”.

Por ahí estaban, entre otros, un simpatiquísimo Eduardo Noriega, con una camiseta negra en la que asomaban las teclas de un piano y con el que estuve hablando del mar, Antonio Pagudo, con el pelo tan corto que consiguió que reparara en sus nuevos trapecios y no en sus rizos, Javier Cámara, Marisa Paredes, a mi derecha en el palco e inclinada sobre el sobrio escenario dentro de una camisa botánica y chocando sus manos de manera elegante, Eugenia Martínez de Irujo, que me dedicó una bonita sonrisa, o Miguel Ángel Lamata, director de cine, paisano y amigo…

Alrededor de las 11 y media de la noche salimos todos a despejarnos a la preciosa terraza del Teatro, con vistas a los jardines y al Palacio Real. Entre las caras que más ilusión me hizo encontrarme, la de Marta Torné, entusiasmada con los acordes del vocalista y compositor por el que puso el nombre de Rufus a sus perritos y con la que conversé largo y tendido.

Pero, sin duda, la protagonista del concierto que viví fue otra, sin ella saberlo. Una chica sentada en primera fila, con la palma de su mano tapando su boca en lo que yo pensé que era un bostezo infinito y que le costó mi atención, justo cuando rompió a llorar emocionada escuchando una triste balada francesa y hasta los aplausos finales, mientras yo la observaba desde lo alto y perdía de vista al norteamericano. A su lado, ninguno pareció darse cuenta de que ésta no paraba de secarse con disimulo los ojos.

Qué poder el de la música, que es capaz de conmover o de multiplicar la felicidad, la tristeza o el miedo. Capaz incluso de quebrar la voz.

Sentí incluso que violaba su intimidad.

Que jamás se detenga la música que nos hace más humanos. La necesitamos ahora más que nunca.

Avec tout mon amour,

AA