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Nada es eterno, ni siquiera el amor. Dudo si confesar una infidelidad ajena

IMG_4909Ojalá el lugar desde donde escribo fuera siempre el mismo. Ojalá siempre la misma temperatura. Ojalá siempre con la misma compañía. Pero en mi retiro estival, tras un verano repleto de trabajo, me he dado cuenta que a veces nada es eterno, ni siquiera el amor.

Son mis últimas horas en Ibiza y estoy muy confusa. No por el ritmo que mece a la isla, es difícil desgastarse cuando en el estómago sólo se mezclan limonadas, zumos de sandía y capuchinos, sino porque, de alguna manera, me siento culpable.

Y aunque creo estar haciendo lo correcto, no paro de darle vueltas a ese beso, a esa palmada en el trasero, a esas risas con la cabeza desplomada hacia atrás. En definitiva, a las volteretas del destino.

El mundo es un pañuelo, vaya si lo es. Y estoy segura de que me estarás leyendo. Sí, tú.

Cuando mis chanclas impactaron contra el suelo, justo antes de encontraros demasiado cerca, detrás de aquella roca húmeda de una cala vacía del norte de Ibiza, mi día nublado era simplemente perfecto. Y entiende que no nos saludáramos, pese a lo que nos une, pero no esperaba encontrarte con otra que no fuera ella, mi también amiga.

Recuerdo que se me cayó el móvil al suelo, que miré a otro lado y desee encontrar pronto otra cala en la que poder cabrearme y esparcir la huella de mis pies y mi indignación. Porque siempre te había creído cuando hablabas de ella como la única, porque debías de estar en otro lugar esa tarde y porque no soy buena fingiendo no saber nada.

Y ahora me encuentro en una encrucijada. Cómo actuar cuando sé que no hay un pacto tácito que os permita a ambos dejaros llevar. Y no puedo decir nada porque no es a mí a quien le corresponde abrir los ojos de nadie, porque basta que intente hacerlo para que no me crea, porque el amor es como un caleidoscopio que hace ver la realidad con otros colores y otra intensidad y que cambia el mundo a cada segundo.

Pero dime tú qué debo hacer cuando os vuelva a ver de la mano, cuando la mire a los ojos, cuando me llame para interesarse por mí, coincidamos en otro evento o me vuelva a decir que estáis pensando en tener un bebé.

Por eso, a escasas dos horas de despedirme de los coletazos de un verano que para mí termina, me doy cuenta de lo efímeras que son las olas, de la erosión de las rocas por el uso y de que, aunque no existe una respuesta universal acerca de qué es lo mejor en estos casos, es violento entrometerse en una relación que no es la tuya.

Odio ser tu cómplice, ella no se merece vivir engañada, pero tampoco soy quien para trastocar las ilusiones de nadie, aunque tú te arriesgues a hacerlas añicos si se entera. No sé si has vuelto a enamorarte o la conociste ayer, pero siento el peso de la traición -la tuya y la mía- por callar.

Y, probablemente, hoy mi post busque que alguien me indique el camino a seguir, por más que lo intento no hay manera de encontrarlo con el mar revuelto.

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Avec tout mon amour,

AA

Demasiados deberes para los niños. Una pesadilla

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Probablemente esta sea una de las veces que más pereza me dé escribir en mi blog. Es la hora de la siesta y, mientras a mi derecha se escucha la respiración lenta de quien duerme una plácida siesta entre blancas paredes encaladas y techos de vigas, las ventanas abiertas del precioso agroturismo ibicenco en el que me encuentro me abofetean dulcemente con el olor de los árboles, el susurro de un francés que le habla a un gato solitario y el tintineo de una taza de café que él mismo sostiene entre sus manos.

Tras una bacanal de música y risas salvajes en Ushuaïa, donde participaba en un evento que organizaba Smart, el cuerpo me pedía más bien lo contrario: el silencio. Y aquí estoy, dejándome mecer por una extraña y excitante brisa que es la que mueve mis dedos, con la cara coloreada por el sol y la somnolencia que da el arroz a banda y bullit de peix del agradable restaurante Can Pujol, sito en una plácida bahía de Sant Antoni de Portmany, que consigue que abandone la tierra durante unos minutos. Al igual que una cena en Aubergine, al aire libre, que seduce con deliciosos platos naturales como la crema de boniato con jengibre y leche de coco o una simple tabla de jabugo acompañada de ensalada de tomates e higos frescos.

Por eso entended que, a mediados de septiembre, me solidarice con todos aquellos que ya estáis inmersos en vuestro quehaceres, esos que no han permitido que abandonara Madrid durante el verano y mi escapada sea tardía, por motivos laborales, pero no por ello menos deseada. Aunque si os soy sincera, los que más pena me dan son los niños en estas fechas. De hecho, en el avión leía una noticia en la que una madre, Eva Bailén, recogía firmas para reducir los deberes escolares en casa y entregarlas después al Ministerio de Educación.

Rápido, mi mente viajó hasta la salida del colegio de mi ciudad natal, hasta un ansiado bocado de pan con chorizo envuelto en papel de plata y la percepción de una mochila a las espaldas no tan pesada como la obligación de tener que volver a sentarme, después de un día encerrada en clase, en la silla giratoria de mi cuarto en la que marear el cuerpo, los bolis y la vida soñando estar en otro lugar.

Y entiendo que haya que crear un hábito en los niños, pero no a costa de quitarles ese ratito que deberían dedicar a otros menesteres igual o más importantes que una lección de papel: jugar, compartir secretos con los amigos, ensuciarse, hacer deporte o pasar más tiempo con la familia.

No me parece justo ni sano excederse en los deberes, además fomenta el rechazo al colegio (yo no regresaría jamás a los pupitres si me dieran a elegir). En ocasiones puede convertirse en una auténtica pesadilla, por mucho que esta obligación promueva la autodisciplina, y España está entre los países que más horas de deberes pone a la semana, según la OCDE y, dicho sea de paso, de los que peores notas saca si nos comparamos con otros países europeos.

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Y la solución pasaría por motivar a los niños, más que prolongar su jornada escolar y arruinar sus horas libres. Sobre todo en los más pequeños que deberían estar desplegando sus piernas, abusando de la mercromina en sus rodillas raspadas y dedicándose en gran parte a ellos mismos al acabar la batería de clases diarias.

Deseo que cuando algún día sea mamá estas quejas ya sean historia, porque si no me dejaré la piel en que así sea.

Aprender de la vida es otra cosa. Si acaso esto, mirar hacia una ventana y reconocer lo feliz que te sientes cuando todo se sucede despacio, sin prisas y sin agobios.

Gracias, una vez más, por leerme.

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Avec tout mon amour,

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