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¿Os acordáis cuando los coches paraban en los pasos de peatones?

Animo a todos los que me leen a refrescar ciertos conocimientos adquiridos en el pasado: en todos aquellos pasos de peatones, aun cuando no exista un semáforo que ordene el cruce, o en el caso de tratarse de esquinas donde doblan los automóviles que sí tienen paso, el peatón siempre tendrá prioridad para cruzar esa zona.

Las personas nos hemos vuelto incívicas de repente, o tal vez lo hemos sido siempre, pero ahora se deja notar más.

Ayer me disponía a cruzar la calle cuando una mujer de pelo blanco se situó a mi lado junto a su nieta de unos cinco años, montada sobre una bici roja de cuatro ruedas, probablemente regalo de las Navidades. Yo me detuve porque estaba esperando a alguien, pero la señora que iba cantándole una canción a la niña y sostenía el manillar de la bicicleta con sus arrugadas manos, comenzó a cruzar y un coche, con una inconsciente en su interior, a punto estuvo de llevarse la rueda delantera de la niña por delante y la letra de esa canción a una velocidad indecente.

Ni siquiera paró.

Desde un grito sordo le deseé a la conductora un muro a cincuenta metros contra el que estamparse y perder el conocimiento.

Qué poco importamos las personas. Vivimos deprisa y no desaceleramos para darnos cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor, incluso nuestros sentidos son cómplices, pero somos como cuerpos despistados pendientes de un móvil o de las prisas de un reloj, vagando por la ciudad, sumando días sin que cuenten, impresionando a gente a la que no le importamos y hablando de cosas que luego ni recordamos.

Y mientras lloraba la niña a mares y la abuela trataba de consolarla, la vida continuaba con normalidad, sin pestañear.

Las ciudades hacen tanto ruido que cuando pasa algo ni lo sentimos, demasiado acostumbrados a los semáforos, bocinas y coches que se retan, restando energía y dándonos la vida a partes iguales.

Al menos, en esta ocasión la falta de civismo no traspasó los umbrales de lo que se pierde y ya no vuelve.

Espero que mi post de hoy sirva como reflexión para vivir más despacio, a veces unas décimas de segundo cambian el rumbo de las historias.

Avec tout mon amour,

AA

 

Agosto en la ciudad

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Agosto me daba la bienvenida esta mañana, antes de acudir a mi cita diaria en Amigas y Conocidas en Televisión Española, con un escenario de película, el de la Gran Vía madrileña aletargada, más sola que la una y con el asfalto comenzando a evaporarse por el calor.

Con las sábanas plegadas todavía en mi cara y el semáforo en rojo, había tratado de encontrar la cámara que estaría rodando de nuevo la laureada película Abre los ojos, escuchar un “acción” en boca de Amenábar o subir a Eduardo Noriega el día de su 43 cumpleaños en mi coche con aire acondicionado y escapar los dos a una paradisíaca playa de Santander. Pero, como en la película del cineasta chileno-español, la vida es sueño y el semáforo se ponía de nuevo en verde dejándome huérfana de mis ensoñaciones en dirección al desvío de Boadilla del Monte, aprendiendo a dominar los delirios (se me aparecen oasis de agua turquesa por la Avenida de Portugal) hasta encontrarme con la misma chica que, bajo una gruesa capa de crema solar, vende pañuelos (que esconde detrás de un vehículo azul) todos los días.

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En el plató de las mañanas de La 1 hace calor, por eso a las Rodríguez nos gusta enseñar pierna. Unos cócteles y una cerveza (nada etílica) adornan nuestra mesa y nos invitan a imaginar paraísos ajenos a la capital. Nos lo pasamos muy bien, pero sabemos que el mar está lejos y que lo único que nos deparará con certeza la tarde es una piscina de cloro o bromo, para las más afortunadas, o en mi caso las gloriosas neveras del súper de El Corte Inglés próximo a mi casa por las que pasear palmito cuando la calle te asfixia con los dedos y el canto de las cigarras y las tiendas ya han cerrado.

Los nebulizadores de agua, a estas alturas del partido, ya son mis amigos y los busco como si fueran Pokémons. Cualquier obra de teatro o concierto es bien recibido si los grados bajan en torno a ellos, y Madrid de eso va sobrada, es un lujo, por mucho que os empeñéis en empapelar de manera virtual vuestras redes con fotos en bikini luciendo cacharrería, lugares que mojan sólo con mirarlos, noches estrelladas a kilómetros de la urbe o un Daiquiri de saturado color fresa, resultado de un filtro más falso que el bolso de un mantero, que hace más pocho al que repta por mi garganta cada mediodía.

Mañana, cuando deambule por los senderos de Dios de nuevo en coche, con el rostro transfigurado, le compraré un cargamento de pañuelos a esa chica, para secar la envidia y las lágrimas que arrastro como una zombie más a la intemperie, cuando por las tardes tiro de mis pies por las aceras sujeta a un té helado que me recuerda que también existe el invierno, pese a las imágenes que me devuelven las olas, que suenan a distancia como bofetadas.

Contentémonos con saber lo fácil que es encontrar aparcamiento en agosto en la ciudad. Eso es a lo que se agarra todo el mundo, ¿no?

¡Felices vacaciones a los desertores! Pese a todo…

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Avec tout mon amour,

AA