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Nebulizadores de agua en las terrazas de verano, el anticlímax

(EFE)

Cuando me citaron para comer en un restaurante al que soy asidua, no imaginaba que íbamos a sentarnos en la terraza precisamente el día que había sacado de la funda la plancha y había dejado mi cabello más liso que una peluca de plástico.

Valiente, con mis tacones convertidos en chanclas, me introduje en ese escenario amazónico que son las terrazas en las que hay nebulizadores de agua, al mismo tiempo que retiraba las gafas de mis ojos segundos antes de que el vaho ya no me dejara ver la carta, arrugada como los dedos de aquellos comensales.

Con semejantes chismes apuntándote como un ejército, una se siente hasta intimidada. Nadie debería estar en estas terrazas si no sabe nadar.

A mi lado, unas elegantísimas mujeres que hablaban un perfecto francés con sus camisas blancas, parecían sacadas de un concurso de Miss camiseta mojada, aunque yo sólo pensaba en cómo iba a mutar mi pelo en cosa de un cuarto de hora. Mientras, los aparatos escupían de manera intermitente a mis ojos, como sapos venenosos, poniendo a prueba mi rímel waterproof y la visibilidad de la mesa.

Un camarero se acercó para preguntar si deseábamos vino y pensé que las terrazas acuáticas -espero de agua limpia- son un chollo, ya que nunca terminas tu bebida.

Los sistemas de microclima de las terrazas en verano son milagrosos, no sólo son un oasis que ahuyenta el calor, sino que convierten el pan en chicle y las ensaladas hacen que parezcan recién lavadas, aunque acaben de escapar de su precinto.

Tras el entrante, mis bronquios ya eran branquias y mis cejas acumulaban un dedal de agua. A nadie parecía importarle que mi pelo fuera ya el de una afroamericana. Imaginé los pulmones de los fumadores de otras mesas encharcados por vapear agua, en lugar del humo de un cigarrillo, y me dispuse a rezar para que mi reloj fuera sumergible. Dónde habría dejado la garantía, maldita sea…

Guardé el móvil en mi bolso, antes de verme obligada a meterlo en arroz y hacerle el boca a boca. A mi alrededor, los demás no se inmutaban y yo me encontraba a esas horas del mediodía en mitad de una tormenta, sujetando la vela y agarrada al mástil de un barco.

Inmediatamente antes de que me hicieran el masaje cardíaco y el mosto y los aspersores salieran por mi boca, llegó el postre y con él el sol y las alegrías, porque uno de los camareros quitó las nubes con un botón.

Estos microclimas son el anticlímax.

Avec tout mon amour,

AA