Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de mayo, 2011

Dos manos encastradas

Después de conocernos y besarnos, la primera vez que sostuve su mano sentí como si alguien la hubiese fabricado a mi medida. Felizmente, ella no dudó en confesar la misma sensación: «Me gusta mucho cómo encastra tu mano con la mía», me dijo. Yo la miré a los ojos, sonreí y asentí con la cabeza. La conexión fue tan intensa que nunca más nos hicieron falta palabras. Desde aquel día nos acoplamos con una asombrosa perfección. Cuando nos soltábamos nos extrañábamos y al tomarnos nuevamente de la mano, nuestros cuerpos parecían fusionarse en una única persona. Así, vivimos una hermosa vida que duró justo lo que tenía que durar. Enamorados y mirándonos a los ojos juramos nunca soltarnos, pero al momento de ponernos los anillos, nuestras manos perdieron toda su gracia. La falta de sincronización nos hizo darnos cuenta, casi en el mismo instante, que ya era tiempo de separarnos.

De la soledad a la compañía

Los problemas eran muchos y existían desde su infancia, pero el más complejo de sobrellevar fue la falta de amistades. Siempre quiso tener un amigo y nunca consiguió ninguno. Todos se le burlaron: sus compañeros de escuela, sus compañeros de barrio y sus compañeros de trabajo. Por otro lado, nunca había conseguido novia ni nada por el estilo. Al principio creía que se trataba de una cuestión de aspecto e intentó dejando los lentes y adelgazando algunos kilos, pero nada dio resultado. La soledad estaba a punto de volverlo loco y, preocupado, decidió conseguir ayuda para soportar la depresión y la tristeza. La primera consulta la hicieron en su casa —él ya no quería salir a la calle— y resultó ser la solución a todos sus problemas. Al tiempo, encontró en su psicóloga no solo una excelente profesional, sino también una hermosa amante y amiga. Poco importa que sea imaginaria.

Los frutos del sauce mágico

Por aquella época mi abuelo vivía en el campo, lejos de casa, y nuestros padres nos llevaban a visitarlo siempre que podían. Mi hermano y yo sentíamos una increíble admiración por él. Además, por si fuera poco, en el patio de su casa tenía una inmensa planta de caramelos. «Tengo un sauce que comenzó a dar caramelos de chocolate», nos contó en una de nuestras visitas y luego nos condujo hasta el árbol que estaba detrás del galpón donde guardaba el tractor. Desde aquel día, cuando nuestros padres nos dejaban quedarnos a dormir, el abuelo nos levantaba a desayunar y al terminar nos daba permiso para juntar «los frutos del sauce mágico», como él lo llamaba. Lamentablemente, el día que el abuelo falleció, la planta de caramelos dulces perdió su magia para siempre. Todavía extraño estar sentado sobre sus hombros, cortando los hilos que ataban los frutos a las ramas.

«El Infiltrado», por Gabriel Bevilaqua

Además de su jugoso vocabulario, de los curiosos nombres de sus personajes y de las excelentes vueltas de tuerca de sus historias, Gabriel tiene un increíble talento para otorgarle veracidad a las fantasías más fantásticas.

Me recuerdo leyendo el remate de «Mito Solidario» y sintiendo algo muy similar a la envidia. Si la memoria no me engaña, desde ese microrrelato en adelante comencé a leer cada una de las publicaciones de Gabriel Bevilaqua, y «El elefante funambulista» se convirtió en uno de mis blogs preferidos.

Bienvenidos a la serie «Inspiraciones Ajenas», un espacio creado para disfrutar de escritores y blogueros que leo desde hace tiempo. Hoy, en la primera entrega, Gabriel Bevilaqua nos escribe en 150 palabras.

El infiltrado.

CORRÍA EL RUMOR de que un dragón se ocultaba en la Corte bajo forma humana. Era la única explicación racional a los cadáveres medio comidos y chamuscados que empezaron a aparecer en el castillo. Los ministros le sugirieron al rey la comparecencia del ilustre hechicero Batelius a fin de dar con el infiltrado. Una vez en la Corte, Batelius congregó a todos en la sala principal y dijo: «Majestad, aunque los dragones son especialistas en el arte de la transformación, esta aguja tiene la propiedad de devolverlos a su forma original». Uno a uno, nobles, soldados y siervos, se expusieron al pinchazo verificador sin consecuencias. Al cabo, el hechicero dijo: «Sólo faltáis vos, Majestad…». Entonces el rey despertó, se dirigió hasta un ventanal y desplegó sus alas. Confiaba en llegar a la casa de Batelius antes que sus enviados.

Seán Ó Conaill, Breves historias de dragones y hechiceros (Dublín, 1893)

La imparcialidad de los dioses

Desde hace tiempo —cientos y cientos de años— los dioses han dejado de castigar o beneficiar a las personas. Simplemente dejan que la vida particular de cada ser humano siga su curso natural y observan con ojos científicos cómo los hilos del destino se enredan y desenredan. En tal caso, podemos decir que nuestras suertes y desgracias no son parte de ningún antojo divino directo. Los dioses ya no interfieren; ni para bien ni para mal. Se quedan en lo alto de las nubes y nos estudian así como los ictiólogos a los peces y los filólogos a los libros. Se han vuelto totalmente imparciales, evaluadores constantes y juzgadores omniscientes de la vida de todo hombre, mujer y niño que habita el planeta tierra. Interfieren —casi con desgana— únicamente al final, cuando se hace necesario calcular las estadísticas y evaluar los desempeños; cuando hay que elegir entre paraísos o infiernos.

El niño de madera

Pinocho, avergonzado por sus mentiras, decidió cortarse la nariz. Necesitaba extirpar unos 30 centímetros de madera para volver su rostro a la normalidad, y el serrucho de Geppetto fue la herramienta utilizada para el trabajo. Apoyó el filo sobre la larga rama que se desprendía desde su cara, cerró sus ojos color roble, apretó fuertemente sus dientes de madera y mantuvo la respiración. El dolor del primer corte se sintió como fuego en carne viva. Sus párpados dejaron escapar algunas lágrimas de savia, pero Pinocho logró aguantar el alarido para evitar despertar a su padre. Tomó aire por segunda vez, volvió a hacer fuerza con la mandíbula, agarró el extremo de su larga nariz con su mano izquierda, cerró los ojos y continuó con el trabajo. Mientras la lámina de acero serruchaba el tabique y las gotas de aserrín caían al suelo, Pinocho se prometió nunca más volver a mentir.

La huida del samurái

El invierno es blanco y las gotas de sangre del guerrero samurái, contrastando con el paisaje cubierto de nieve, facilitan la persecución de sus enemigos. Usando el cauce del río logra confundir el rastro de quienes intentan ser sus verdugos y con las últimas fuerzas, luego de varios días de viaje, logra llegar a su patria. Sano y salvo, con una herida superficial sobre su hombro, después de haber servido al Emperador durante toda su vida, entra a su casa y se arrodilla frente al espejo donde solía practicar las técnicas y movimientos de combate que lo ayudaron a mantenerse con vida en las incontables batallas donde luchó. Observa el reflejo —aquel que todavía lo recuerda con un pecho inflado de honores e ideales y un joven rostro carente de arrugas— y reflexionando sobre su huida comienza a realizar un movimiento nunca antes practicado, del que solo conoce la teoría.

Las puertas de la fama

Aunque los cristales de la limosina están polarizados, los flashes que llueven sobre el vehículo molestan a la vista. El cantante se espolvorea la nariz antes de salir. Al abrir la puerta los gritos parecen violar sus tímpanos y los disparos de las cámaras embisten contra sus pupilas. La molestia lo obliga a cubrirse los ojos para empezar a caminar hacia el teatro. Cuatro guardaespaldas lo rodean y un quinto toma la delantera para abrir paso sobre el yuyal de fanáticos aglomerados. Todos quieren tocar aquel Dios terrenal que se las ha ingeniado para hipnotizar el corazón de millones de personas. A su espalda, emergen desde adentro de la limusina sus tres compañeros —baterista, bajista, guitarrista— igualmente acribillados por las cámaras fotográficas. A unos cincuenta metros se encuentra la puerta de entrada al teatro donde tienen que presentar su tercer disco. Para los cuatro artistas, es la puerta de salida.

Los límites de un don

Tenía la capacidad de soñar lo que iba a sucederle al día siguiente y por lo tanto, ya nada lo sorprendía. Al despertar, comenzaba la mañana con ciertos conocimientos que lo ayudaban a convertirse en una persona capaz de adelantarse a los problemas y planear de antemano la solución de situaciones complejas. Gracias a su don pudo evitar algunas desgracias, pero las muertes estaban fuera de su alcance. Por más que intentaba, al soñar con el fallecimiento de alguna persona, nada podía hacer para evitarlo. Interferir con los antojos de la parca le era imposible y después de varios intentos de salvar a familiares y seres queridos, tuvo que resignarse. Aunque asombroso, en ciertos casos su poder era inútil. Aquella noche, dentro de sus sueños, su hijo tuvo un accidente. A la mañana siguiente se despertó con una decisión ya tomada: un padre no merece ver morir a su hijo.

Desayuno con tostadas

Unta la manteca sobre el pan y luego la dulce miel sobre la manteca. Remoja la tostada en el café con leche y espera a que se ablande. Luego llegan sus hijos, los dos, y su mujer. Los cuatro desayunan juntos todas las mañanas. Los vemos alimentarse detrás del cristal de la ventana de la casa; los observamos saborear el fruto de nuestro trabajo. Toda la colmena trabaja para él y su familia, alimentándola, manteniéndola. Yo fui la primera en ver la infamia, la que tuvo que encargarse de convencer a la colmena. «Hay que hacer justicia», les dije y desde ese día, cada mañana espiamos a la familia completa mientras desayunan. En algún momento van a abrir la ventana. En algún momento se van a descuidar y van a dejar abierto el mosquitero. Cuando eso suceda, finalmente vamos a saber si el más pequeño es alérgico a las abejas.