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¿El sida te da miedo?

Por Catherine Serpas, activista y Directora Ejecutiva de la  Asociación Nacional de Personas Positivas Vida Nueva, El Salvador.

Hoy, como todos los días desde hace 10 años, una de mis pasiones es trabajar por la defensa de los derechos humanos de las personas con VIH. Desde 1988,  cada 1 de diciembre se conmemora la respuesta eficaz ante el sida.

San Salvador. 1 de Diciembre de 2013
San Salvador. 1 de Diciembre de 2013

En estas fechas las organizaciones y los organismos nacionales e internacionales se dedican a brindar informes  sobre los avances en la respuesta  del VIH en relación a  la atención en salud, que ha mejorado  desde la aparición de tratamiento antirretroviral (TAR), el acceso a pruebas  para un mejor diagnóstico, la accesibilidad de centros de atención en salud, el abordaje en cuestiones de prevención, la cobertura  de información  en el tema y la difusión del uso correcto y consciente del condón.

Pero la transformación de la epidemia ha traído consigo nuevas luchas sociales. El tema de VIH deja de ser un tema propiamente del ámbito clínico y se convierte en una lucha social, cultural, política y económica. En un tema de Derechos Humanos al estar combinada a temas socialmente destinados al silencio.

Es muy frecuente cuando se habla de VIH tener un análisis de revictimizacion, de señalamiento y de exclusión. No se ha trabajado lo suficiente en los procesos de reducción de estigma y discriminación, en la lucha por la deconstrucción de ideas y prejuicios ante la infección. Una persona con VIH no solo se enfrenta al estigma y discriminación por la infección: las actitudes estigmatizantes y discriminatorias van en aumento y si esta persona tiene VIH y es mujer es doble discriminada, si este hombre tiene VIH y es homosexual es doble discriminación, y si es transexual, si es joven, si está privado de libertad, es trabajadora/o del sexo, etc. Las vulnerabilidades se van sumando hasta poner a la persona en una situación donde sus derechos humanos son vulnerados y no reconocidos ni por la sociedad ni por el Estado.

El estigma y la discriminación en materia de VIH son los principales obstáculos. El estigma es el atributo que desprestigia profundamente y que lo aplica la sociedad a grupos o personas  que se relacionan con acciones especificas como la identidad sexual, el trabajo sexual, múltiples parejas, el adulterio, el pecado, el sexo. El estigma es una forma de control social que plantea normas a cumplir y castiga a quienes se apartan de ellas, y además los estigmas pueden sumarse. Estos comportamientos y estas sumas de estigmas en materia de VIH toman como fundamento las relaciones de poder y consolidan y refuerzan las desigualdades y los prejuicios sociales.

La discriminación -que son las acciones activas o pasivas que tienen por finalidad perjudicar a un  grupo determinado- en lo referente al VIH se da en dos entornos: en el legislativo, cuando las leyes de nuestro país no protegen los derechos fundamentales y constitucionales; y cuando la sociedad,en sus diferentes entornos, provoca actitudes y prácticas estigmatizantes y discriminatorias como sinónimo de inferioridad, desigualdad, impotencia, exclusión según sea su sexo, edad, orientación sexual. Lo que da como resultado pocos o nulos poderes para  vivir con bienestar y dignidad, poca o nula posibilidad de reconocernos personas sujetas de derechos, y una existencia donde no se es nombrada/o, visible, no se tienen derechos, no se tiene existencia propia.

Se puede pensar el VIH en El Salvador y España es diferente pero investigaciones nos revelan que la similitud en el comportamiento de la epidemia tiene las mismas necesidades. El VIH  afecta tanto porque el miedo no deja ver el tema como algo propio, las conductas de riesgo, la autonomía, la negociación de relaciones sexo coitales protegidas, la falta de información sobre la prevención. Hablar de VIH es complicado, es complejo. Para generar una respuesta eficaz es necesario que todas y todos sumemos esfuerzos para romper cadenas y estereotipos sociales, quitar la idea de que el VIH solo es de algunos y aceptar la vulnerabilidad que  todas y todos tenemos. Es difícil, tan difícil que no nos damos cuenta hasta que ya nos afecta directamente. Yo eso lo comprendí hace 13 años cuando a una persona muy cercana a mí le diagnosticaron sida y con ella aprendí a enamorarme del tema, aprendí que el VIH también es mío, aprendí a hablar sin mitos y sin prejuicios en la sexualidad, aprendí lo importante que es la autonomía, y aprendí que se inicia en una lucha personal y termina en una lucha colectiva.

La epidemia sigue creciendo, sigue cambiando y hasta ahora no se ha podido controlar en El Salvador. De 1984  a 15 de Mayo 2014 se han reportado  31.115 casos, diariamente se diagnostican de 4 a 5 nuevas infecciones, el 93% por transmisión sexual, de los cuales  el 32 % estaban en fase de VIH avanzado o sida.  Estos datos ayudan a visibilizar la importancia de que el VIH tiene un impacto no solo en la vida de las personas que tienen el virus, si no en la sociedad en general.

Lesbianas en resistencia

Marcha durante los encuentros. Foto @prodymil
Marcha durante el X Encuentro Lésbico Feminista de Abya Yala. Foto @prodymil

                                                                                                   

                                                  Por Verónica Reyna, lesbiana feminista de Abya Yala  (concretamente del pulgarcito llamado El Salvador, esa tierra que se retuerce entre la injusticia)

Hace cuatro años era lesbiana, cuatro años después me nombro lesbiana feminista de Abya Yala -tierra de sangre vital, mal conocida como América. Luego de estos años, de miles de conversaciones absurdas, incoherentes y llorosas con mis gordas, esas amigas que por tan distintas terminan rebalsando en similitudes, he visto atrás y reconozco un camino andado.

Estos años representan esos pasos en un nuevo camino, que como todos tiene sus deslices y grises en distintas tonalidades. El X Encuentro Lésbico Feminista de Abya Yala (Colombia, Octubre 2014) ha sido el más reciente paso en mi caminar (no el último), y me ha comprometido a seguir luchando en esta tierra saqueada, invadida y golpeada (todavía hoy).

Nombrarse lesbiana, nombrarse feminista, nombrarse lesbiana feminista, desde El Salvador, desde Latinoamérica, desde Abya Yala, representa una postura personal y, por tanto, política con la que he logrado identificarme en este camino. Son mis pasos profundos en esta tierra que no quiero dejar y a la que quiero responder, en la colectividad y el abrazo permanente de un pueblo herido por el racismo, las políticas neocoloniales y el militarismo, donde hay todavía mucho dolor al cual se suman nuevos golpes y nuevas invasiones, y donde mi ser responde con cada nervio traducido en piel, donde mis pies quieren seguir andando.

Escribir en un Blog que se difunde principalmente en España resulta complicado luego de una semana en la que se removieron tantas heridas de una tierra violada mil veces desde la invasión española. “En El Salvador no hay racismo” –escuché tantas veces- “porque no hay negros…” y porque tampoco hay indígenas…[1] El Salvador tiene una historia masacrada y enterrada en los ríos, en los montes, debajo de mis pies. Abya Yala es un pueblo de mestizaje (léase violación) forzado(a), de desmemoria, de olvido y perdón. Pero ver llorar a una mujer al recordar la guerra en Guatemala y su temor de que (otra vez) no se vea otro camino más que el de tomar las armas; ver a otra hablar de las armas y su daño mientras sostiene un pene en forma de pistola; ver a dos mujeres abrazarse, llorando, por el dolor que representa el olvido en el que viven; revuelve las tripas, te hace un hoyito en el corazón y te atraganta en el sufrimiento. Ver mi piel y saber que el orgullo blanco de mi tata es el producto de miles de violaciones a mi pueblo, es sentir un dolor viejo desde dentro, volver a reafirmar la estupidez de un orgullo racista.

Nombrarse lesbiana, en este lado del charco,  sigue siendo un acto de resistencia ante un sistema que te dice que recibimos apoyo de países cooperantes, que nos brindan ayuda humanitaria, que habla de diversidad cultural, derechos humanos y equidad de género con la soltura de la ignorancia de este dolor que se vive (todavía hoy). Nombrarse feminista también escupe a un sistema que quiere traducir una lucha de mujeres valientes a un ligero “enfoque de género”. Nombrarse lesbiana feminista antirracista, antimilitarista, anticolonialista, implica no dejar de gritar lo que es injusto, no dejar de evidenciar el saqueo, el robo y el engaño.

Volver a mi país, sin haber salido nunca de mis tierras, me hace enterrar mis pies en una lucha que recupere la memoria, el dolor, que sane heridas y reconstruya desde lo que se pretendió sepultar. Me ha removido el cuerpo, las entrañas, para seguir luchando entre este pueblo que (todavía hoy) se rebusca en la desmemoria, pero que sigue caminando.

[1] Sí hay indígenas, sí hay población negra, sí hay pueblos que buscan sobrevivir al olvido.

La comunidad que no amaba a las mujeres

Por Lucía Rodríguez Sampayo

Orgullo de El Salvador
Orgullo de El Salvador. Foto de Stephanie Mejía

 

Quisiera mostrar que El Salvador es un país mucho más luminoso, interesante y lleno de vida de lo que generalmente se ve. Porque lo es. Pero quien maneja los hilos de la información se empeña en mostrar siempre lo más oscuro, la violencia. Y también en eso hay cosas que quiero decir. Porque el mundo se preocupa, y con razón, de la violencia que les afecta a ellos. Pero el mundo las invisibiliza a ellas, con la misma fuerza con que los mira a ellos.

En El Salvador, como en el resto del mundo, nos quieren mujeres sujetas, subordinadas al orden social y político masculino, dependientes y limitadas por las categorías que los hombres establecen. Y eso es violencia, aunque no siempre conlleve situaciones suficientemente morbosas como para ocupar titulares.

Y en la comunidad LGBTI, como en el resto de la sociedad, se nos quiere someter también al poder de los hombres y sus principios, a su dominación, aunque no siempre sea tan evidente en los discursos, aunque sus proclamas y sus lemas lleven a veces un “toque” de feminismo que intenta hacer creer que aquí sí se respeta la libertad, la autonomía y la diversidad de todas.

No es verdad. El patriarcado se resiente y protesta cuando las mujeres se resisten y reivindican su autonomía, su libertad. Pasa en todas partes, también en España. Pero aquí se puso en evidencia hace unos meses, en el último Orgullo. Un orgullo que llamaron Pride, que contaba con más respaldo social e institucional que nunca; un orgullo que se había vendido un poco (más) al sistema, y que puso en evidencia más que nunca la violencia contra las mujeres.

Porque todo iba bien hasta que ellas decidieron. Hasta que se empoderaron y se apropiaron del 28 de junio; hasta que no quisieron celebrar, sino luchar por su libertad.

Un grupo de lesbianas decidió visibilizar el orgullo de sus vidas, su derecho a ser propietarias de sus cuerpos, a dar y recibir placer, con quien quieren y como ellas lo quieren. Y lo hicieron con alegría, con música, luz y color, pero sin perder ni un ápice del espíritu de lucha que aquel 28 de junio de 1969 en Stonewall dio a luz al Orgullo LGBTI.

Las “Adoradoras de la Santísima Vulva” convocaron a las mujeres a la Marcha de la Diversidad Sexual de 2014, invitándolas a participar en una acción reivindicativa con la cual visibilizar sus cuerpos como “espacios sagrados que han sido históricamente violentados, agredidos, sometidos, humillados y negados”. Y llegaron los problemas: empezaron los insultos, y no tardaron en aparecer las amenazas. El patriarcado se hizo visible, y ya no dejó hueco para el “manto feminista” en el discurso. La violencia de nuevo, ya sin tapujos, fue la herramienta que el propio colectivo LGBTI utilizó para intentar callar las voces disidentes. Porque no era la santificación lo que molestaba, no eran los sentimientos religiosos los ofendidos, no era el pudor lo que generó esa respuesta. Lo que no soportaban era el acto de expropiación: mujeres que nos rebelamos a través de la construcción de una nueva autonomía, que parte de la apropiación de nuestros cuerpos.

Pero las valientes no se sometieron a las amenazas y el miedo, y San Salvador se llenó de lesbianas reivindicando el placer y la autonomía. Y no eran muchas, pero su lucha se hizo grande, y sumó a otras: bisexuales y heterosexuales que saben que esa pelea es de todas; mujeres disidentes, resilientes, comprometidas consigo mismas y con las otras.

Antes de etiquetarme, pregúntame quién soy y lo que siento

Por Lucía Rodríguez Sampayo

Vivo y bailo en El Salvador desde hace casi dos años. No se fíen del mapa: en este rinconcito de Centroamérica habitan grandes historias de compromiso, de superación, de lucha. Y se las iré haciendo llegar poco a poco, en mi letra o en la de otras personas, para que descubran y se sorprendan conmigo; para que, quizás, se ilusionen y se apasionen como yo lo hago cada día.

Una de las primeras cosas que aprendí aquí fue a hablar y escuchar sobre “las personas de la diversidad sexual”, un término que me resultaba marciano, pero al que me acostumbré ya. Y también aquí conocí y me resistí ante la denominación LGBTTTIQ (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Travestis, Transgénero, Transexuales, Intersexuales y Queer), porque tantas “tes” me hacían ruido. Mucho ruido.

Se denomina Travesti a quienes representan un rol de género diferente a su sexo a través de la ropa; Transexuales son las personas que se identifican con un sexo que no se corresponde con el asignado al nacer; y Transgénero, aquí, son aquellas cuya identidad sexual no se corresponde con el sexo asignado al nacer, pero que no han modificado sus órganos genitales; lo que yo siempre había entendido que era una persona transexual que no ha iniciado un proceso de transición física. Durante meses me he peleado y rebelado contra esa “te”, que consideraba excluyente y discriminatoria; porque entendía que negaba el reconocimiento debido a quienes, siendo transexuales, no querían o no podían realizar esa transición física; porque me revolvía pensar que se estaba discriminando a muchas personas cuya situación se diferenciaba de la de las transexuales, con frecuencia, únicamente en la escasez de recursos.

Pero quizás me equivoqué, quizás juzgué muy rápido. Porque tal vez ellas, las personas transgénero, se sienten cómodas con ese nombre, con esa etiqueta. Porque sólo ellas, las personas transexuales y/o transgénero, pueden decidir cómo se definen, cómo se denominan, qué término es el que retrata mejor su realidad.

Yo siempre he soñado un mundo sin etiquetas. Y todavía sueño con que nadie, al mirarme, dé por sentada mi heterosexualidad, mi cisexualidad, mi género femenino. Y cada día me sigo topando con una realidad que me presupone de una forma determinada, estandarizada, con la que yo no me siento bien. Porque las etiquetas que nos imponen nos encorsetan, nos coartan; y es el peso de esas etiquetas obligatorias el que nos insta a construir otras, a volvernos disidentes para visibilizar nuestra realidad diversa, para exigir la libertad de no someternos a la normalidad burguesa, políticamente correcta, heterosexual, cisgénero y cisexual.

Hoy sigo pensando que tal vez existan personas transgénero que no se identifiquen con la etiqueta que mayoritariamente se les atribuye, pero tal vez tampoco con el término “transexual” que yo consideraba tan apropiado para ellas. Y sé que no quiero caer en la misma trampa que me incomoda a mí: no quiero encorsetar a nadie sin conocer su realidad; no quiero imponer etiquetas que oprimen, porque tampoco quiero que me las impongan a mí.

Sigo soñando un mundo sin etiquetas, pero estoy convencida de que sólo será posible el día que nadie presuponga nuestra identidad, nuestro género, nuestra orientación. El día que nadie decida por nosotras.

Foto de Laura Ramírez

Fotografía de Laura Ramírez Martín