Archivo de la categoría ‘Literatura’

Raras

Por Sara Levesque

 

Soy rara. Mi musa también. Era tan rara como yo. Dos extrañas en un mundo a la par que nosotras.

Llovía y era la excusa perfecta para acordarme de ella. En realidad, no precisaba motivos.
Me hechizaba la lluvia casi tanto como me hechizaba ella. Las nubes maquillaban de gris el día. Y ese sigue siendo mi color favorito. Porque se sale de lo común. Porque no le agrada a todo el mundo. Como la lluvia. Como ella. Como yo. Y la hora de la siesta, en la que mejor me encuentro. Aunque no para dormir.

Me encantaba que, cuando coincidía que tocaba reposar la comida y chispeaba, nosotras aprovechemos esa pausa de relax para repartir nuestras huellas por la ciudad mientras los de los demás dormían.

Ese peculiar halo era el lienzo perfecto para dibujar mi cuerpo enredado con el suyo. Cualquier día me servía para dar un paso y atreverme a besar su cuello infinito, esnifando el aroma de sus cabellos. Cogerle de la mano, irnos juntas a casa, trazar una ruta en nuestras pieles y amarnos con música de chaparrón de fondo. Después de hacer el amor, lo desharíamos para volverlo a hacer. Solo para que la rutina no se nos comiera. Devorarnos entre nosotras sería más que suficiente. Casi como sucumbir al sadismo. Porque todo es soñado por mi enamorada mente con forma de su corazón. La luz que iluminó mi oscuridad es que ella fuera tan rara como yo.

Cualquier día me servía para estar con ella, excepto los viernes. Los viernes procuraba no verla. Procuraba estar a solas con su recuerdo. El viernes era mi día. Pienso que primero debes aprender a estar contigo mismo para saber convivir con los demás. Como la mayoría de escritores, me gusta estar sola. Sé estar sola. Pero los viernes necesitaba estar sola.
Quería llegar a casa anocheciendo, apenas cenar, fumarme un cigarro, escribir sobre ella, beberme una copa, asomarme a la ventana, odiar el amor que le tenía, soñarla un poquito, meterme en la cama, follarla un muchito, echarla de menos y dormirme sin más. Le dije que los viernes procuraría no verla. Prefería imaginarla. Tan firme fui con ese planteamiento que me concedió encantada todos los viernes del calendario y los seis días restantes, por si me eran necesarios. Fue la generosidad más cruel que alguien me ha entregado en la vida.

A pesar de ello, lucía preciosa en todo su esplendor. Lucía preciosa con su vestido de rayas. Adoré su cuerpo y su pelo así, estrambótico, libre, sin atusar, como incoherente. Era su estilo. Me encantaba que nos mintiéramos al oído sobre cómo el tiempo no nos había rozado, ni mucho menos cambiado. Lucía preciosa bajo la luz del atardecer que, como iba a diluviar, era peculiar. Se me antojaba dulce y plena. Y cuando le cotilleaba el perfil, entendía que su silueta era mejor que cualquier escultura de un gran artista. Lucía preciosa en el escenario cuando me buscaba desde sus ojos, tan expresivos como la luna, y en esa mirada distinguía el brillo de su calor. Porque a su lado, hasta por las noches sonreía el sol. Lucía preciosa en esta vida. ¿Y sabes por qué, Lector? Porque su curva más provocadora, la que más me excitaba, de la que siempre quería averiguar su sabor no era la de su delantera, ni la de sus posaderas, ni siquiera la más cóncava de su cuerpo. No. Era su sonrisa. Un día le pedí que aprendiera a cuidarla para que siguiera siendo curva, no fuera que se le olvidase hasta acabar perdiéndose en una recta infinita. No se le olvidó. Tampoco recordó lo hermosa que era la vida para mí cuando ella le sonreía a los días.

© Sara Levesque

 

Desteñido

Por Sara Levesque

 

Mi teléfono es negro. El ordenador también. Hasta la atmósfera está apagada hoy. Veo que todos los aparatos que me rodean son de color oscuro y pienso que debería aportar un rayo de luz a mi vida. Con esa mezcla de emociones taciturnas no puedo evitar preguntarme si vivo mi vida como realmente quiero. Si no estaré caminando hacia un futuro, también negro.

Hoy amaneció lloviendo y prometí no recordarla. Me acerqué hasta la ventana y decidí que sobreviviría sin salir a por el pan. Contemplé el cielo pensando en el sabroso café que tenía intención de tomar. Las nubes gris perla se superponían a otras blanquecinas. Todas ellas formaban una enorme esponja color pizarra. Las legañas grisáceas eclipsaban por completo el tapiz azulón del firmamento. Me sentía tranquila, el gris es mi color favorito. Y los días lluviosos, los más inspiradores, a mi entender. Me seducen todas las tonalidades de la ceniza.

Lástima que ya casi no fume. El gris es un color bonito, distinto. Es especial, pero no como para prometer nada bajo su borrosa claridad. Así que los días cenicientos me limito a mirar al cielo y alegrarme de que solo sea un color más mientras evocaba sus pupilas. Mejor hacer promesas cuando luce el sol.

Sin sentido ninguno, pienso que es muy buena idea hacerme un tatuaje. Se supone que es algo representativo, importante para uno. Quiero grabarme algo sobre mi musa. Algo que, al mirarlo, me recuerde que una vez mi sonrisa tenía color y era de su propiedad.

Para ello necesitaría dos cuerpos. Con el mío no me basta para tintar todo lo que significa para mí. Debería arrancarme la piel por completo y garabatearla por los dos lados. Aun así, no sería suficiente, y entones tendría que pasar a tatuarme los órganos por dentro y por fuera. Porque es tan profundo lo que sufro por ella que, igual si me tatúo hasta el alma, podría acercarme a la idea que tengo en mente.

Cambio de idea y creo me quedaré como estoy hasta que se me ocurra algo mejor.

Un buen rato después, despejó. Con la vista puesta en el punto donde el horizonte se confunde con la ciudad, empecé a sentirme un poquito mejor, a pesar de la nostalgia. Salí a caminar. El sol, con su enérgica claridad, ayudaba, aunque yo me empeñase en vivir en su cara oculta.

Desde el banco del parque contemplé los arbustos, que ya dejaban entrever las tonalidades otoñales. Un chiquillo subido a una bicicleta amarilla pasó muy cerca de donde yo la soñaba.

Recordé cuando recorríamos El Retiro rodeadas de ciclistas despreocupados, años atrás. Una pelota de fútbol fosforescente era pateada sin piedad cerca de mí. El día y sus elementos parecían acorralarme con su claridad, como si notasen mi pena y me abrazaran. Todo ello me reconfortaba. Meditando que en aquellos instantes todo parecía sospechosamente amarillo caí en la cuenta de algo: no sé cuál es su color favorito. Espero que me lo diga si nos volvemos a ver algún día.

© Sara Levesque

 

 

El día de la marmota

Por Sara Levesque

 

¿Sabes una cosa, Lector? Al momento de escribir esto tengo treinta y tantos años. Casi. A estas alturas, debería estar promocionando mis novelas, relatos, poemas y todos los escritos que andan cogiendo polvo en mis estanterías. Progresando, avanzando, en lugar de seguir atascada en la salida.

En cambio, vivo acurrucada en un déjà vu. Casi como una penosa repetición del Día de la Marmota. En vez de coger al animal por los testículos y afeitárselos, sigo permitiendo que se burle de mí.

Suspiro ante un cuaderno roñoso lleno de garabatos ilegibles, con un bolígrafo mordisqueado en una mano, y una taza de café solo que acabo bebiéndome helado en la otra.
¿Dónde está el empuje? ¿Dónde está la decisión de avanzar? Yo me lo digo. Es la pregunta equivocada. No es una competición. Lo que he aprendido en este puñado de décadas es que puede que el teléfono susurre una plegaria que me arregle el día; si no lo hace, debo ir yo a buscarla. Aunque tenga que llevarme de la mano a la marmota, a hacer juntas pedorretas a la vida.

Decir «te quiero» es como un duelo. Sé que, si disparas primero, mejor que no sea al suelo. Sé que escondida en el ropero es difícil hallar consuelo. Sé que bastó su impacto certero para que picara el anzuelo.

Mientras recapitulo sobre todo esto sigo escribiendo descalza. Es una de mis manías. Escribo sin nada en los pies, ni siquiera unos calcetines raídos, aunque haga mucho frío. La verdad es que no lo noto. Cuando escribo, solo una parte de mí puede sentir algo, ya sea frío, calor o excitación. No, no está tan abajo, hablo de mi corazón. Entretanto, subo el volumen de la música, la radio o lo que toque a cada momento, como si así pudiese hacer callar el silencio que dejó.

Si me mirase de cerca, si prestase más atención, y no digamos ya si se molestase en volver, entendería que no aprieto los labios porque esté tensa o enfadada. La quise tanto que soy incapaz de enfadarme con ella; sentirme dolida sí, pero por muchos desplantes que tenga conmigo, por muchos silencios que me grite, por mucho que me hable desde su parte más cínica, soy incapaz de enfadarme con ella. Más bien los aprieto porque, como los deje a sus anchas, la matarían con sus gritos de dolor. Y le gastarían el nombre, de todas las veces que se lo han callado. Tanto lo han silenciado que considero que he desperdiciado vida en ese camino.

Tanto, que me vuelven poeta de versos ahogados en vino.

Unión de olores es la ilusión de esta solitaria con daño, para caminar taciturna por su senda tejida. Dispuesta a recorrer distintos rumbos todo el año y subir la misma montaña toda la vida. Soy pura paradoja. Harapienta me hallaba recién aseada, desierta en mi época de filántropa. Muy furiosa mi naturaleza calmada, eterna infelicidad de experiencias pasadas más afortunadas. Suena absurdo, pero es así.

Algo que también me suena descabellado es cuando mi familia me pregunta «¿te pasa algo?». Yo niego con la cabeza y la mejor de mis sonrisas. No quiero dar explicaciones ni andar justificándome. No quiero que vean que sigo siendo la misma que, cuando sueña con ella, es muy heroica, adornándola con piropos y miradas entregadas; pero cuando la tiene delante, sonríe un milisegundo, incapaz de dejar de temblar, antes de esconder los ojos. La misma boba que le hace la zancadilla a sus propios pasos. La misma que no ha aprendido nada de la mayor hostia sentimental que se ha dado en su vida, por semejante actitud. La misma que teme ser valiente y se acomoda entre el pedernal para no sufrir. La misma que, cuando se enamora, apaga la vista con la esperanza de que la caída no duela mucho. La misma, al fin y al cabo, que termina perdiendo el amor, lamiendo una esperanza que no se merece. La misma que aspira a soportar una vida entre rocas grises.

© Sara Levesque

 

Ojalá regresara

Por Sara Levesque

 

—Voy a ser sincera: de ti, me gustas tú —deseé admitirle.

Aunque no reuní agallas para decírselo, tuve un cuajo enorme para esperarla. No fui valiente para hacérselo ver, y sí cobarde para aguardar su regreso de brazos cruzados. La eché de menos veinticuatro veces al día. La eché en falta tanto tiempo que cogía el teléfono y me quedaba mirando su número, buscando el empuje para llamarla y estar con ella un ratito. Pero me sobraban dudas y me faltaban señales suyas. Al final, la pantalla se apagaba, aburrida de tanta indecisión.

Quise que cumpliera sus promesas y me abrazara para que pudiera dejar de mojar la funda de mi almohada con lágrimas, para no sentir más rabia por una huida que fue una retirada a tiempo por su parte, y un abandono por la mía. Y yo dejaría de jurarle imposibles en una cena con velas para prometerle solo aquello que pudiera cumplir a la luz de la luna; o a la de sus ojos, que viene a ser lo mismo.

Durante una temporada la apodé Mimi, que me parecía mejor idea que usar su nombre real. Si pudiera, si me dejara, si me lo permitiera, le escucharía y luego le besaría la voz. Después de besar las lágrimas de las nubes, porque, a veces, cuando la leo me habla a través de ellas. Siempre lo hace. A ratos es auténtica, a ratos da miedo. Sea como sea me invade el pensamiento. Sí, sigo leyendo todo lo que escribe, aunque no se lo diga. Es una anémica forma de volver a sentirla junto a mí. Ojalá volviera. No, ojalá regresara, porque dentro de ese verbo está mi nombre. Y yo me fumaría la vida entera esperándola, porque dentro de ese vicio está el suyo.

Y al pensar en ella, por mucho que duela, se me sigue asomando una sonrisa a la boca. Unas veces tímida, otras valiente, depende de cómo me haya despertado. Es normal. Esté en el país que esté, visite la ciudad que visite, o se levante de la cama de quien se levante, lo cierto es… que hacía los días preciosos. Fue mi más linda casualidad. Solo por eso, merecía la pena soportar que viviéramos cada una en un extremo del mundo.

Quise recoger todos los pasos que se le cayeran al caminar. Acompañarla en cada uno de ellos si cojeaba. Enseñarle a mirar hacia delante cada vez que el desánimo la obligase a agachar la cabeza; y a cómo seguir avanzando, aprendiendo de los golpes. A rescatar las fuerzas cuando no tuviera ganas de enfrentarse a la vida, cuando se atascase con los lunes por la mañana…

Quise que le dieran por saco al protocolo, a las formas, a lo correcto; a no quejarse, a pedir perdón y a fingir afecto. Que le fuera bonito a guardar silencio, aunque por ello creyera que todo lo desprecio. Que se cegara la luz del sol y todos sus efectos, porque a mí me apetecía seguir soñándola en mi magullada cama, aunque eso fuera lo incorrecto.

© Sara Levesque

 

De paso en paso

Por Sara Levesque

 

Descubrí el estilo menos doloroso para hablarle. Son las palabras escritas desde el corazón herido de una joven con alma de poeta maldita, o una maldita poeta con el alma joven. Tropecé con este método de confesión antes de que la locura del silencioso amor perdido pudiera conmigo. Esta costumbre abarrota mis días huecos. Y sobrevivo acariciando las letras en las que una vez ella y yo nos unimos.
No se trata de una verdad a medias. Tan solo es una doble mentira.

Y es que nunca conocí a una mujer más tranquila y atractiva que ella. Era… No sé cómo era porque abarcaba todo. No existía en el diccionario un adjetivo con la envergadura suficiente como para definirla. Formaba un conjunto con todos los atributos bonitos y, a la vez, con ninguno de ellos.
Creí que la había encontrado. Me refiero a ella. A mi compañera de vida. Era maravillosa y siempre estaba pendiente de mí. Pero, como una intrusa, se cruzó en mi abstracta ruta difusa la más confusa de las musas. Una musa sin excusa. O con todas ellas. Llegó con su misterio, rompiendo mis esquemas. Ya de por sí son frágiles. Mucho. Demasiado. Con ella cerca, cada vez que armaba dos piezas y buscaba la tercera, tropezaba con su olor. Él fue el motivo que derrumbó mi puzle interior.

Desde el primer vistazo su boca me ha llamado. Ignoraba lo que sucedía en mi mente cuando apreciaba con lentitud sus labios que, ni muy gruesos ni apenas visibles, absorbían la poca vida que me quedaba. Al contemplarlos, sentía el impulso de probar su sonrisa. Resultaba una mujer adorable cuando paseábamos por la ciudad y miraba a su alrededor con timidez en medio de la multitud, como si temiera que la devoraran, agarrándose de mi brazo hasta que nos escabullíamos de la jauría. Eso sí, jamás dejaba de sonreír. Con la seducción de sus gestos al caminar yo titubeaba; paseaba al ritmo de una música que el mundo oía, pero solo ella escuchaba. Era espontánea, natural. Hasta encontré entrañable su manera de hablar con la boca llena de patatas fritas haciendo el aspersor y escupiéndome sin querer algún que otro perdigonazo de comida.

No me importaba darme un paseo extra en el metro si con ello seguía disfrutando de sus anécdotas, sin dejar de escuchar hasta la última palabra que se le ocurriera decir, porque me dejaba tan absorta que me equivocaba de trasbordo. Aunque me supusiera llegar a casa dos horas más tarde, elegía acompañarla a donde fuera que se desviase sin que se notase demasiado que deseaba seguir regocijándome de su compañía un poquito más.

O que resultase que íbamos por el mismo camino y cuando me tocaba desviarme y a ella no, fingir que a mí tampoco. Me agradaba comprender que su paso era más rápido que el mío y hacer un esfuerzo por acoplarme a sus zancadas, porque llevaba prisa y yo resido desde siempre envuelta en la parsimonia. Gracias a ello, descubrí nuevos rincones de la ciudad. Opté por ignorar mi rutina repetitiva de transitar la acera que ya conocía de memoria, desganada, para seguir la aventura que me ofrecía sin ser consciente de ello. Eso me ha pasado varias veces, solo que doña Musa nunca lo supo.

Al deleitarme con su compañía en esos instantes extra, me podía ir a casa soñando con su inspiración.
No me importaba hacer el ridículo de manera tan absurda si con ello ganaba nuevos momentos a su lado. Me encantaba que me llevase a perderme junto a ella, aunque no supiera que estaba perdida.

© Sara Levesque

 

Por tierra

Por Sara Levesque

 

Recuerdo algo muy del principio. Por las tardes, cuando salía a buscarla a nuestra boca de metro preferida, iba bien arreglada, maquillada y oliendo a perfume del bueno, nada empalagoso. Ante un par de cervezas, hablábamos hasta que la noche nos envolvía. Con mi sonrisa procurando mantenerse firme, le escuchaba decir lo feliz que era con esa novia suya que tanto le hacía reír. Después, íbamos hasta la calle del Cariño Maldito nº 13 para despedirnos y yo regresaba a casa sola. Es decir, sin ella a mi lado, con toda la ropa rasgada, embadurnada de barro porque, sin proponérselo, había tirado por tierra mi esperanza. En mi cabeza no se sostenía ningún pensamiento vivo ni cordura alguna, el eco de sus palabras asesinaba una y otra vez cada una de mis ilusiones. Hoy estoy aquí a veces de pie, a veces sentada. Siempre culpándome con orgullo de, por nosotras, no haber hecho nada.

No imaginas cómo me asustaba darle la vuelta a mi vida, ponerla del revés. Girarla por completo en sentido contrario. Me aterraba todo eso, pero había algo que me horrorizaba mucho más que encontrarme a mí misma: perderla para siempre. Porque ya no sabría vivir una vida real si no estaba ella para llamarme por mi nombre y decirme que lo era; para bajarme de las nubes, donde tantas veces escuchaba su poesía. Rompería con ansia con todo lo que no fuera ella. Me mudaría de casa, de rutina y hasta de vida si eso significaba compartirla junto a sus amaneceres.

Y que si no salía bien la hostia la sabríamos sobrellevar porque, al menos, no callaría, no callaríamos, y sí lo intentaríamos. Siempre es mejor un «no» a tiempo que un silencio a destiempo. Demasiados años tardé en aprender esa titánica lección. Y es que la peor droga es el silencio que se prorroga. ¿No lo vio? ¿No vio que tropecé una y otra vez con sus ojos henchidos de miel? Me caí de boca en su mirada y acabé perdida entre tonos oliva y pardos. La mezcla de colores de esa gama era tan incoherente que pude permitirme el lujo de unirme a la locura, descarriándome para siempre en ellos sin parpadear. Agarrarme a sus pestañas, que fueron el último sustento que me quedó para mantenerme en pie. Nadar cuando llorasen, de risa o de pena, pero siempre dentro de ella. Sus ojos eran especiales, como todas sus demencias.

La noche en que la vi marchar dejé de vivir y empecé a soñar. Por mucho que me intenté engañar me dije «basta, no llores más». Si aún me queda camino por andar quiero recorrerlo sin más pesar. Su recuerdo no hizo más que flotar en mi forma de razonar. Una mujer, otra tal vez y otra más no bastaban para olvidar el dulce brillo de su pestañear, que jamás me dejó de hipnotizar. Preguntas sin respuesta, sin importar, aun así me logró inspirar. Nunca la he dejado de amar. ¿No lo vio en mi mirar?

 

© Sara Levesque

 

Me dejé amar

Por Sara Levesque

 

Tengo una tragedia particular: mi radar está estropeado; amo lo equivocado. Amo más mi arte, los relatos y escritos que con él compongo. Los escribo con miedo en vez de tinta. Y, a veces, sangro en el papel, retratando sobre él mis viejas heridas, que no son tan viejas. Adoro, amo incluso mi propia cobardía más que a la mujer que provoca esos sentimientos, más que a aquella que inspira cada palabra que me gotea a coágulos del corazón. Nunca he podido perdonármelo. Supongo que por eso le sigo escribiendo. No sé si busco su perdón o el mío.

Me dejé amar por una mujer que no me amaba. Caí yo sola en la suicidante boca del lobo y lo hice con una gran maestría. Su sonrisa no la puedo olvidar. Al mismo tiempo, tampoco la recuerdo. Me pregunto veinticuatro veces al día por qué la sigo queriendo. Qué extraño es esto del amor…

Quise demasiado… Quise tocar esa sonrisa, agarrar la mano que la censuraba y apartarla despacio para que todas las personas pudieran admirar su poder. Para que fueran testigos de una de las maravillas del mundo.

Existió una época en que posábamos felices para aquellas dos fotos, dejando caer con dulzura un brazo por encima de nuestros respectivos hombros, sujetando con la otra mano el ejemplar de un libro en concreto, como si fuéramos un matrimonio y el poemario nuestro hijo único. Un matrimonio del que solo sobrevivieron recuerdos que no se pueden tachar.

Un enlace que ya no es nuestro nexo común porque el tiempo lo deshilachó. Porque ella y yo preferimos casarnos con la escritura en vez de entre nosotras, que sería lo adecuado.

Optamos por tener cada una sus propios libros por el camino.

Cada vez que el cuentagotas permitía que coincidiéramos, nos tapábamos la boca de emoción. Cada una se tocaba su propia sonrisa. Era chocante. No le aguantaba la mirada mucho tiempo, evocarnos de nuevo me resultaba excesivo. Y solo soy capaz de besarle los recuerdos sin poder recordarnos a besos.

Perdí el tiempo mirándola a los ojos a través de los reflejos de los espejos que me iba encontrando. Buscándola en la nada como si fuera una demente. Abandonada en el punto donde la ciudad besa al horizonte. Un beso sin pasión, desperdiciado en un lugar opuesto al mío.

A ella le complace vivir al otro lado del mundo y yo no tendría problemas en darle la vuelta al mío para confundirme junto a su peculiar locura. Pondría patas arriba mi vida encantada, complicándome los días, compartiendo ese desorden a su lado. La vida da muchas vueltas, tantas como veces puedas curvar tu boca en una sonrisa.

Ahora que está tan lejos y yo soy un poco más valiente, me atrevo a observar a las personas del mundo exigiendo sin descanso su mirada en los ojos de los demás. Porque en los espejos solo queda su eco residual. Y yo no soporto volver a perder el tiempo. No soporto bailar sin la melodía de sus latidos. Prefiero hablar con ella y tropezarme con mi propia sinceridad que seguir en silencio sin que sepa a ciencia cierta lo que ocurre en el fondo de mi pecho. Solo siendo testigo de que vivo en equilibrio, como un tentetieso, bailando a veces a un lado y a veces a otro sin dejar de estar en el mismo lugar atascada. Un lugar desde el que vería más claro nuestro futuro si me arrancara los ojos.

Así era amarla (parte II)

Por Sara Levesque

 

Amarla implicaba que era imposible olvidarla. Si me llamaba «pequeña», me era imposible olvidarla. Si se acercaba hasta mí con su sonrisa de la mano, me era imposible olvidarla. Si me miraba desde sus ojos inocentes, me era imposible olvidarla. Si escuchaba la canción que tanto le gustaba, me era imposible olvidarla. Si llovía, me era imposible olvidarla. Si, además, me preparaba un café, me era imposible olvidarla. Si cerraba los ojos, me era imposible olvidarla. Si los abría, me era imposible dejar de verla en las caras de los demás.

Qué quieres que te diga, Lector… Me era imposible olvidarla. Pero no dejar de escribirla. Como expresé al inicio, solo soy una escritora a la que no conoce nadie que se pasa los días intentando reescribir su vida. En círculos, dando vueltas a sus errores en bucle. Y poniendo a ese error el nombre de otras mujeres para no recordar el de verdad porque duele demasiado.

Así, ella podría seguir con su vida y yo recuperar el rumbo de la mía. ¿Por qué? Porque solo soy una escritora a la que nadie conoce, que siempre sostiene un pie en el borde del precipicio y el otro en el aire, en duda, sin saber si avanzar o recular.

La verdad es que tengo justo lo que me merezco. SOLEDAD. Noches sin dormir. Durmiendo solo en sueños. Cuando sueño con ella. Por eso no me conoce nadie. Porque solo me quiero para confundirme con mi musa. Porque, sin saber el motivo, cuando la escribo suelto el bolígrafo para seguir trabajando con otro de distinto color, creando así un vaivén de tonalidades que empezó en los matices de su mirada; según le diera la luz, sus ojos eran miel, ocres o café. Todo el espectro de la arena…

No me dejé ser feliz. Siempre quería algo inalcanzable. Parecía necesitarlo para estar contenta. Visitaba sus fotos tres veces al día, como un medicamento que, en vez de curarme, me enfermaba más. Un fármaco del que tenía que tomar el recuerdo de su risa en pequeñas dosis para no desarrollar intolerancia y que no le cayera peor a mi cuerpo.

Era el remedio para no contagiarme de melancolía. Era el auxilio para la tristeza. Si alguna vez me curo, no volveré a pensarla jamás. Ahora, desde esta perspectiva de más de un lustro de distancia, aprecio con precisión que fui una cobarde. Llegué a despreciarme por ello. Casi dolía. Después de un puñado de años solo puedo mirar de lejos sus labios a través de las fotografías que fue dejando por el camino. También esos expresivos ojos. Y acordarme del eco de su voz que se gangoseaba cuando las lágrimas pedían la vez para regar tan otoñal mirada.

Imaginé otra situación en la que dije lo que quería escuchar en vez de repetírmelo en silencio, rebotando sin parar dentro de mi cabeza. Le demostraba lo que llevábamos meses gritando con discreción. Era un secreto a voces. Era un murmullo a veces. Sostener su barbilla con mucha delicadeza, como si sujetase aire, y unir mis labios a los suyos, que tan bonitos versos recitaban. Versos que enamoraban, y así me quedé yo. Tal vez, acabar en su casa o la mía. Y si no, no pasaría nada. La eternidad ha decidido apropiarse aquella velada, aquellas miradas furtivas y apresuradas, casi vergonzosas.

Tuve pánico al espanto de perderla y al final pasó lo que tenía que pasar. Si estuviéramos cara a cara, la abrazaría de manera tan intensa que podría llegar a deshacerla con mi soledad.

Ahora ya no me interesa saber la hora, el día o el mes en que estamos. Me da bastante igual que haya otra en su vida, otra a la que ama y le recita toda la poesía que ha escrito.

Es la musa encarnada de nuestra vida pasada. Desde que se marchó tengo el corazón a dieta. Aquel secreto gutural fue igual que uñas rasgando una pizarra, o un tenedor arañando un plato con mucha rapidez. Como si el plato fuese mi cerebro y los silencios en voz alta, el odiado utensilio.

Así era amarla (parte I)

Por Sara Levesque

 

Imagino que fue tarde para ser sincera, pero al final me atreví. Le dije «te quiero». Es la verdad, la quiero. La quiero pedir perdón, la quiero amar, la quiero soñar, la quiero follar, la quiero sentir, la quiero hacer feliz, la quiero de mil maneras y cada una es más mortal que la anterior.

Imagino muchas cosas, entre ellas, que tiene a otra que se lo dice y su voz suena más convincente que la mía. Madrid, tal y como lo conocía paseando a su lado, ha desaparecido para convertirse en el escenario de una guerra que libramos mi corazón y yo por sobrevivir a nuestro propio pasado.

Había una vez una calle al final de una bifurcación. Era una calle en la que amanecimos, por la que nos perdimos hasta que quisimos. Una calle que conocí tras una cena, una de tantas cenas. Pero no fue una cena como las demás. Ni tampoco una calle igual que el resto. Una calle tras una cena. No sé en cuál de los dos lugares me enamoré.

Está lloviendo y me acuerdo de ella. Lo hago demasiado. Más de lo que debería.

Antes de conocerla no esperaba nada de nadie. Empezaba mi rutina deseando que acabase pronto y pasar al día siguiente para vivir el bucle otra vez. Apenas salía de casa. Cuando no me quedaba más remedio, mis pasos de muerta en vida parecían no querer llegar nunca a su destino. Me arrastraba por la calle, cabizbaja. Me deslizaba con el balanceo del metro, cabizbaja. Y en casa, sobrevivía cabizbaja.

No era por un problema en las cervicales. Simplemente, no tenía ganas de volver a mirar a nadie a los ojos. Ni siquiera a los míos, ante el espejo. Observaba mi pelo, la ropa, los dientes… Lo justo para estar presentable. Todo, menos a los ojos. Me avergonzaba lo que transmitían. Y es que aún me cuesta perdonarme por mi cobardía aquella noche, tan llena de energía y que, al acabarse, acabó también con mi esperanza. Una noche que ella habrá olvidado, pero yo no lo consigo…

Me dolían los ojos de tanto bochorno que escondían. Por eso iba cabizbaja. Un mal día, comenzó a chispear. Llegué a dudar de si llovía en la calle o en mis ojos, empañados por su propio aguacero. Levanté la vista, hecha un nudo, y me encontré con ella. Fue sin querer. Vi cómo sonreía y ya no puedo volver a cerrar los ojos sin que su imagen parpadee flotando. Los días que nos veíamos, me saludaba con una carcajada y así aprendí a hacerlo de nuevo. Por repetición. Porque cuando lo hacía ella quedaba bonito y quise probar a enseñar a mi boca a expresar ese gesto. Al principio, las comisuras de mis labios chirriaban. Luego, se fueron engrasando; en especial, con la lluvia.

Adoro que llueva, como ahora mismo. Algunas chispas de agua me saltan a la cara cuando tengo la ventana abierta para oler el agrisado del clima. Los vecinos me miran raro desde el refugio de sus casas, pero me resbala como resbala el agua por mi rostro. Me relaja sentir el frescor del aguacero en el ambiente. Lo deja todo limpio.

Desde el cielo gotea, pero no hace frío. Sé que nunca más podré sentir las bajas temperaturas mientras me siga calentando con su recuerdo. Mientras me siga durmiendo sintiendo el aroma de su pelo revuelto, anhelando conciliar el sueño con una mano sobre su pecho. Más que por tocarle las tetas, pretendería tocarle el corazón a través de la piel.

Una piel que es la mejor manta que una podría echarse por encima. Una piel exquisita y perfumada, suave, caliente y entregada, como una carretera por la que no me importaría volver a coger el coche para extraviarme.

Esa era ella. Y así era amarla. Era como abrazar el vacío. Un vacío equivocado, un vacío con /b/. Un vacío en el que solo existe la hostia que te das cuando llegas al suelo. Porque la cruda realidad es que no hay nadie abajo para amortiguar tu caída. A nadie le importa que revientes.

Rock & Roll

Por Sara Levesque

 

¡Qué sorpresa cuando me dijo que le encantaba el rock and roll! Se la veía tan delicada y grácil… Como si a las personas como ella no pudiera gustarles el estilo musical más puro que existe.

Me asombré de mi propia comparación, avergonzada. Y deduje, una vez más, que era maravillosa, única. Y me volví a aficionar al rock una temporada, dejando el blues para cuando no estuviera. Así tendría algo de qué hablar con ella mientras buscaba los términos adecuados para decirle «qué guapa estás» en vez de pensarlo a hurtadillas.

Me gustaba porque era sencilla.

La conocí y en mi mente se abrieron los vínculos necesarios para que apareciese cada vez que cerraba los ojos. Si mañana me quedase ciega, seguiría percibiéndola porque ya no existe en mi cerebro sino un poco más abajo, en un rinconcito alrededor del cual sopla siempre mucho aire. Deduje que era tan preciosa que debería estar prohibida; que si alguien pretendiese arrestarla sería yo encerrándole la boca con mis labios.

Los días avanzaban. Dejé pasar uno tras otro, convenciéndome de que al siguiente sería valiente y le diría que me gustaba. Que quería invitarla a un café y perderme en su mirada ilegal. Que ambicionaba el deseo de ser la protagonista de sus poemas más sensuales y de los más desgarradores. Que me gustaba porque era sencilla. Sencilla, que no simple.

Iría, alegre y viva, hacia ella, y le diría de todo menos quejas. Sabía que no soportaba a los quejicas. Le sonreiría; eso era fácil cuando nos mirábamos. La luz de sus parpadeos siempre me invitó a ello, incluso cuando una vez soltó no sé qué historia acerca de una chica que le llenaba el estómago de mariposillas ––y no era yo––. Hasta en esa situación me nacía sonreírle, a pesar de que los celos me pudrían las entrañas. Y cuando reía, le brillaba el sol entre los dientes, ¿lo sabías?

Me sedujo su calma. Y su espontaneidad… Era como saltar al vacío sin importar dónde caer ni si va a doler mucho. Como cuando movía la mano al gesticular y tiraba el objeto con que se topaba, rompiéndolo. Con ese ademán involuntario armaba un desorden que a cualquiera le daría ganas de desarmarla a gritos. A mí no. Yo me rompía, pero en carcajadas.

Me hacía reír incluso cuando miraba mi teléfono y veía que la llamada que esperaba seguía perdida; cuando el silencio de mis proyectos era lo único que me sonaba; cuando estaba de inmundicia hasta las cejas y con la toalla escurriéndose de mis dedos muy despacio, tan despacio que afligía; o cuando mi único deseo era encarcelarme bajo la sábana y quitarle el corcho a La Rioja para bebérmela.

Me atraía que solo alzara la voz para desternillarse a gritos, con esa risotada infantil que exteriorizaba como si le hubieran golpeado la espalda, escupiéndola. ¿Por qué mis labios no caminaron con decisión desde sus mejillas hasta el hogar donde viven sus besos? Porque tenía miedo. Muchos miedos diferentes. Me daba respeto e intimidaba su posible respuesta. Me asustaba dejar pasar esa ocasión y que la vida se hubiese cansado de tenderme su mano, saturada de oportunidades. Recelo de acabar siendo esa que siempre va con la hora a destiempo. Espanto de perderla antes de saber lo que era tenerla en mi vida como algo más que una amiga. Temía querer invitarla a algo y que no pudiera porque tenía prisa o algo mejor que hacer… Quise ser valiente por una vez, lo prometí. Lo malo fue que me creí mi mentira. Una vez más.

Pensé que debía darle un giro a mi conducta con ella. Olvidarme de este constante desgranar de bobadas. Quizá el resultado hubiese sido otro si rompía las leyes y ese giro lo daba con /j/. Porque me cautivaba. Porque era sencilla. Porque me cautivaba su sencillez. Y el jiro que provocaba en mi día a día.

Lo que deseaba, más que amor, era hacerle reír hasta que se le durmiera la mandíbula. Porque así era como me imaginaba la felicidad: a través de su risa. Y eso tan sencillo me gustaba…

© Sara Levesque