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Doce campanadas por ‘la pluma’

Por Javier Termenón

Diciembre
Ilustración de Javier Termenón

 

Todos los años me empeño en que cada uva sea un recuerdo para algún amigo que no esté cerca. Una suerte de magia parasimpática que nunca me sale; un difícil hechizo, como el espectro patronum de Harry Potter.

Se me confunden las caras, los nombres y la gente con las risas de ver a mis sobrinos, hermano y hermanas, sus respectivos cónyuges y mis padres y demás —que soy de nochevieja familiar—, hinchados los carrillos, el mosto a borbotones por las comisuras de los labios, los ojos chispeantes, el stress de los tres o cuatro segundos entre campanada y campanada, aguantando la risa o el llanto, la emoción de cruzar en unos segundos el umbral de una nueva fecha, la excitación por estrenar 365 días, la melancolía de hacer inventario de los 365 pasados.

A las doce de ese día, intento repasar esa lista mental de amigos, cuatro segundos por persona, mientras como uva tras uva.

Este año las campanadas no me pillan en renuncio, me voy a hacer la lista previa.

Campanada 1:
Por la gente que tiene pluma, una buena pluma como un penacho, estridente, casi insolente.

Campanada 2:
Una pluma que se hace visible cada día; llueva o haga sol no se desluce; acompaña, con brillos de lentejuela rutilante, extrañada y, por tanto, destacada del fondo gris marengo, a las burbujas doradas de algún reclamo de consumo navideño.

Campanada 3:
Una pluma que trabajó mucho antes que tú y que yo por la visibilidad; un mariposeo de mano alegre y muñeca laxa, cuello ladeado y morritos fuera. Alguna posturita de Marilyn. Rompiendo la barrera de lo que se le asigna a un género o a otro.

Campanada 4:
Despreocupada del qué dirán e incluso del qué insultarán, que se agita con brío, vuelve la cabeza atrás por encima del hombro y suelta una melena imaginada serpentina en espiral corriendo por su espalda arqueada.

Campanada 5:
Artificioso culito en pompa, manos en los muslos semiflexionados, hombros arriba.

Campanada 6:
No se me escapa la imagen, es nítida y concisa, mientras sonrío y me empeño en seguir el ritmo de las campanadas entre las cabezas de mis familiares que me ocultan el reloj de la Puerta del Sol.

Campanada 7:
Víctima de la homofobia del heterosexual temeroso de que las barreras de su sexo se confundan o incluso se derrumben y víctima ahora también del homosexual con miedo a que le identifiquen, le tilden de femenino como si lo femenino fuera algo deleznable y despreciable.

Campanada 8:
Una pluma atacada también por mujeres que buscaban un macho, ese que a la mínima de cambio les partiera la cara, quizás…

Campanada 9:
Una pluma que juega con las fronteras de lo incorrecto entre pantomimas de nóes mohinos que son síes.

Campanada 10:
Huyendo de la discreción, de la identificación, de la etiqueta, de la uniformidad, del aburrimiento.

Campanada 11:
Una pluma abanderada del insulto, que lo ha hecho suyo con dignidad y lo esgrime para llamar a sus saltarines congéneres de la misma o distinta orientación sexual, usando del femenino y masculino con libertad, sabiéndose punta de lanza sin pancartas, quizás sólo por provocar.

Campanada 12:
Esa pluma que me expande los pulmones como aquel pitorro giratorio y silbante de las ollas express antiguas; con ese ruido de maquinaria ferroviaria, un tren imparable que nos liberó y nos trasladó a otros barrios en donde fundar otras familias con las que comer las uvas.

Este año, mis doce campanadas van a tener esa imagen; así no me lío convocando doce rostros; convoco la pluma y entraré el año de su mano divertida y alocada.

Va por los que dicen aquello de que la toleran pero que prefieren “sin”, que se queden patidifusos dentro de su ropita interior roja.

Somos los de Sodoma y no vamos a callarnos

Por Javier Termenón

Los de Sodoma hemos aprendido a callarnos, a no saltar al ruedo de una discusión, desde nuestras realidades que antes se llamaban marginales y yo prefiero tildar de minoritarias. Tolerantes con la heterosexual regla (cómo apuntaba mi amiga Violeta no hace mucho por aquí) porque cuando pido tolerancia deviene en lógico que yo use de esa actitud.

Foto de Juan Punturiero
Foto de Juan Punturiero

No obstante no nos tapamos los ojos, ni los oídos, ni la boca, no somos los tres monitos sabios japoneses.

Somos los de Sodoma: descendientes de un pueblo masacrado por el dios de Israel. Hijos de Sodoma, aún a pesar de la dudosa probabilidad de que este pueblo tuviera descendencia para que su legado se volviera a extender, dada su ulterior destrucción, que me parece que no quedó ni un sodomita ni un gomorrita (¿se dirá así?) Y puestos a dudar, dudo también de su pretérita paternidad a tenor de las artes amatorias con las que este pueblo hallaba consuelo…

Incidentalmente reflexiono sobre mi curiosa laguna cognoscitiva sobre lo que hacían los de Gomorra. Los de Sodoma me queda más o menos claro, entiéndanme. Pero los de Gomorra pues no sé, tengo resquicios de incertidumbre. Me la imagino, a Gomorra, como una gran Eurovegas del Mar Muerto, o algo por el estilo, lleno de gente con tarjetas opacas y directores de sucursal que ofrecen acciones preferentes a incautos ahorradores. ¿Castigaría ese dios a semejante ciudad del despropósito con la destrucción? Hoy no, lo tengo claro, hoy dios y los suyos se ocupan de la familia cristiana.

En cualquier caso, que me despisto, iba diciendo que los de Sodoma nos hemos callado mucho, que toleramos (porque toleramos, que nadie se llame a engaño) las procesiones y disfraces de semana santa, que me niego, fíjense, a ponerlo con mayúsculas. Tampoco pongo verano con mayúsculas, que yo lo paso currando. Y mientras aguantamos estoicos el chaparrón de críticas hacia la Fiesta del Orgullo (nótense las mayúsculas, esta vez sí).

Miramos descreídos y hasta con cierta sorna interna que no se nos nota, los sínodos de obispos y demás prelados de la iglesia para decidir nuestro futuro, porque han comprendido, por fin, que también hay de los nuestros entre sus filas, vaya si los hay.

Hace unos añitos dejaron de tener vigencia el Infierno, el Purgatorio y el Cielo tal y como lo entendían y temían nuestros padres, ahora ya son estados de ánimo del alma. Manda narices haber pasado siglos y siglos cimentando la fe y la educación sobre carne quemada sin tregua para que ahora nos lo quiten de un “doctrinazo”. Pero inciden en el yugo de que los de Sodoma seguimos en pecado y estamos viviendo equivocadamente. A mí poco me importa, no se vayan ellos a creer pero, aún así, con toda su eclesiástica jeta, nos dicen, misericordiosos ellos y con el remedio a nuestra enfermedad, que tenemos hueco entre sus adeptos.

No estoy con ellos ni tampoco contra ellos, quería guardar silencio, como hemos hecho los de Sodoma tantas veces, pero no he podido, porque como ser humano me reconozco limitado y con esa necesidad, tan poco elevada, de quejarme en este condenado valle de lágrimas en que los seres humanos convertimos la existencia de algunos. Ni me callo, ni cierro los ojos, ni me tapo los oídos.

Eligiendo ser esclavo de mi palabra más que dueño de mi silencio porque, a veces, el silencio es la peor mentira, como decía Unamuno, y aunque hay tantas y tantas frases sobre las excelencias del mutismo y las sabidurías que adornan al mismo, no quiero callarme. Que tampoco se tomen por respuesta mis palabras, sólo son una reflexión abstracta, motivada eso sí por las palabras de otros, pero reflexión y no respuesta.

Que grande Groucho Marx al dejarnos aquella frase: Jamás formaría parte de un club que me quisiera entre sus miembros. Me pregunto qué pasaría si el susodicho club manifestara que le va a dejar igualito que a Rouco Varela ¿rellenaría la instancia para entrar?

Desde las trincheras de la desigualdad

Por Javier Termenón Delegado

 

No nos engañemos, la realidad en la que nos movemos está llena de trincheras.

Hace un par de semanas, comentando con una amiga la incipiente aparición de este blog, me hacía notar que está cansada de las reivindicaciones de gente que forma parte de este colectivo. Es mi amiga, la quiero. He aprendido a querer a gente con la que no estoy de acuerdo, qué carajo, me quiero a mí mismo y mírame…

Lo curioso es que hasta hace un par de semanas, para entenderme yo y hacer causa común con el resto de los alumnos de mi clase de octavo de EGB (vaya usted a saber los porqués de tamaña regresión), entendía a la perfección, o al menos así lo creía yo, que el acoso al que fui sometido era de carácter similar al que sufrió el gafotas, el empollón, el gordo o el chivato de mi mismo curso.

Pero no es el mismo, nunca lo fue. Es de esas verdades que tu hipotálamo comprende antes que tú mismo. Nunca fue el mismo acoso, posiblemente generó el mismo miedo al rechazo, la misma timidez, y puede que incluso el desdeñable recurso de la autocompasión, que quizás alguno de los lectores seguirá queriendo ver en estas letras.

El gordo de la clase pudo sentirse solo, no lo niego, pero si algún día llegó a tener un amigo no tuvo que recibir de él negativa alguna al enterarse de que era gordo, saltaba a la vista desde el inicio de su amistad.

Foto de Srgpicker
Foto de Srgpicker

El gafotas no tuvo que sentar a sus padres para explicarles el uso y preferencia de un modelo de gafas en detrimento de otro modelo.

El empollón no sintió durante 30 años de su vida que no tenía derecho a casarse con la persona de la que se había enamorado.

El chivato había estado buscando la aprobación del poderoso pasando por la desaprobación de sus iguales, diametralmente opuesto a mi caso en el cual la aprobación del poderoso nunca llegó y el afecto de mis iguales estaba en entredicho.

No voy a enumerar las secuelas de una infancia semejante, hay infancias peores, eso lamentablemente seguirá siendo así.

Mi encéfalo, esa otra parte de mi cerebro que es racional y que organiza mi conducta, registró mi rechazo y el de los otros y los suavizó en una trinchera de causa común hasta hace unas semanas. El gordo, y el chivato, y el gafotas, y el empollón, y yo éramos los oprimidos. Sin embargo, mientras tanto, mi hipotálamo, allí donde se generan los instintos más primitivos y se registra la memoria a largo plazo, llevaba años chirriando en sus junturas.

A medida que pasó el tiempo, veía con miedo y aprensión que mis compañeros de trinchera, salían airosos de esas primeras batallas. Pasados unos años el gafotas cultivó un look intelectual, quizás marginal, tal vez hasta envidiado por el cachas. El gordo ajustó su dieta, o sus hormonas, o siguió llevando su vida siendo gordo y encontró donde le valoraran desde otras perspectivas. El empollón consiguió entrar en medicina. El chivato buscó un hueco desde el que delatar sin que estuviera mal visto… En cualquier caso, dejaron la trinchera para amar o ser amados sin explicarle a sus padres a quiénes amaban. Sin que su mejor amigo les dejara de lado bajo la sospecha de una mirada de más mientras se duchaban. La sociedad adulta les acogió, diluyendo la que a la postre se convirtió en una inexistente falta: llevar gafas, sufrir de sobrepeso, no ser corporativo, o dedicar media vida a quemarse las pestañas en libros de texto.

Mi sociedad no hizo lo propio conmigo, yo seguía teniendo una falta que dejaba paso a que cualquiera pudiera insultarme si le apetecía, que mis amigos y familiares me pidieran explicaciones, bregar con la etiqueta de mi “opción sexual” como si fuera opcional y se tratara solo de sexo, oír de diferentes estamentos mi condición de enfermo, haber vivido la carencia de un modelo afectivo válido, y seguir escuchando que, a día de hoy, hay gente a la que esto le canse.

En esa clase de octavo de EGB hubo personas a las que no les importó ni lo más mínimo como era yo, hay gente hoy que me trata de igual a igual. Pero de la misma manera que el feminismo no acabó con el acceso a las urnas de la mujer, ni el apartheid no ha finalizado porque a un negro le dejen ocupar los asientos de delante en un autobús público, aunque canse oírlo otra vez, aunque se produzca el hastío en aquellos que quizás ya han dado el paso a recibirnos en igualdad de condiciones, sigue existiendo esa trinchera.

Cuando has vivido en ella no escuchar, no ver, no oír y no comparar es imposible. Puedo pasar de largo, puedo girar la vista, puedo escuchar música mientras camino por la acera de enfrente (que es mi acera) y hacer una comparativa más o menos acertada, pero mi hipotálamo seguirá chirriando en sus junturas.

El acoso es, de las calidades del ser humano, uno de los más rastreros comportamientos, no por ser gay y haberlo sufrido en mis carnes niego la tortura que sufrió aquel gafotas, aquel empollón o aquel chivato, ni ningún otro caso que no haya nombrado aquí. Quiero andar con pies de plomo en esto: en esta sociedad hemos permitido que el acoso exista en los márgenes del susurro, el escudo del anonimato, detrás de la risa boba e hiriente. Pero me sale la comparativa, la esclavitud del gordo de mi clase se ha ido incrementando de manera proporcional al incremento del culto al cuerpo, pero no hubo una sociedad que le dijera que no podía casarse, adoptar, que era un hereje, un pecador, un enfermo mental o un impedido.

Gay Pride Toulousse
Foto de Guillaume Paumier

Ser yo mismo y distinto a los demás

Por Javier Termenón

La identidad es la conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta de las demás.

Son los rasgos propios que definen a un individuo o a una colectividad caracterizándolos frente a los demás.

La identidad, por otro lado es algo inalienable y definitorio de cada persona, único e irrepetible.

Identificarse con un colectivo de personas supone por tanto compartir una serie rasgos con el conjunto de personas que lo forman.

Una parte de mis características personales se funden en forma y fondo con las características de las demás personas que forman ese grupo y ahí comienza la identificación.

Ilustración de Javier Termerón
Ilustración de Javier Termerón

No me identifico con el colectivo LGTB por ser gay. No funciono así. Me identifico porque a causa de alguno de los rasgos de mi identidad me he sentido excluido, minoría y diferente.

Esencialmente no soy activista de este colectivo ni de ningún otro. No creo en los grupos; creo, sí, que pueden fomentar comportamientos compasivos y/o humanitarios, pero también pueden etiquetar y clasificar con crueldad las diferencias y elevar su identidad de grupo a la categoría de dogma.

No creo en las masas, me asustan; sospecho que de entre ellas pueden surgir el enfrentamiento violento, el linchamiento, la lapidación, el acoso y lo que es peor: el anonimato de quienes perpetran y fomentan estos comportamientos y su consecuente impunidad.

Estoy dividido, es un rasgo de mi identidad ser entusiasta y temeroso a un tiempo y cuando me escucho, escucho ambas voces.

Tengo una inquebrantable fe en el ser humano, pero también tengo mis reservas, lamentablemente muy fundadas. Y lo curioso es que esa fe y esas reservas, todo junto, son la verdadera causa de que esté escribiendo esto.

Mis reservas son por todas y cada una de las vulneraciones de derechos documentadas o por documentar que el ser humano protagoniza cada día.

Mi fe en el ser humano me hace creer que un conjunto de personas puede formar un colectivo que haga visible y denuncie cada una de esas vulneraciones, otorgando un rasgo de identidad a la minoría y quitándole a las masas el poder de aplastar.

Falible y descreído, confiado y entusiasta. Esos son algunos de los rasgos de mi identidad, los que pongo en este colectivo. No se me busca y se me quiere en él por amar como amo: mi identificación es haber sentido la exclusión y percibirme sin peso por ser una minoría, haber notado la brutalidad dogmática de un grupo, la etiqueta clasificadora, el linchamiento, la lapidación y el acoso anónimo e impune. Para quienes me han hecho sentir esto no tengo palabras.

Pero sí me gustaría que les quedara claro, a quienes esgrimen una estadística como motivo de descrédito, que la fría tabula rasa de la estadística vendrá a situarnos a todos en otras muchas minorías. La más brutal de todas ellas: que cada persona es única e irrepetible.

Javier Termenón. Fotografía de Laura Ramírez
Javier Termenón. Fotografía de Laura Ramírez