Por Nayra Marrero (@nayramar)
No recuerdo su nombre, pero sí su historia. Me contaba, lata de cerveza Cristal en mano, que su novia tenía un buen culo, que le gustaban las mujeres grandes, con muchas curvas, con mucho de lo que agarrar. Ella, sin embargo, era tirando a esmirriada.
Se presentó como lesbiana, también lo era la amiga que caminaba a su lado, la que reía de forma estridente y sentía también devoción por los hermosos traseros. Decía que era de otro lugar, pero se quedaba en Santa Clara, ciudad de 200.000 habitantes del interior de Cuba, cuando quería marcha. De allí era su novia, pero aquel día habían discutido y no pudo presentármela.
También me habló de su hijo, de 17 años, medio cubano medio italiano. Y de su marido. Llevaba casada desde el embarazo con el padre de su hijo, un tipo que sabía lo de ella -según sus palabras- y la quería así; un tipo que vivía la mitad del tiempo en Italia, la mitad del tiempo en Cuba; un buen tipo, decía.
Le dije que me alegraba de que su marido fuera buena gente y la aceptara como era pero me interesé sobre si compartían lecho el tiempo que él pasaba en la isla, si se acostaba con él, su respuesta me lo dejó claro: “Eso es trabajo, mija”.
Y seguimos hablando, riendo, camino a la gasolinera donde podíamos tomarnos la penúltima cerveza. Formábamos parte de un grupito que no quería volver a casa cuando se acabó lo que se daba en ese espacio de la plaza que llaman malecón sin mar, donde cada noche se junta la gente a tocar la guitarra, beber, alternar, divertirse.
“No te juntes con esa gente que siempre se mete en problemas”, me dijeron justo antes de que me levantara para buscar sitio entre aquellos que habían sido señalados como “los gays”. “Son problemáticos, siempre acaban con bronca, no son buena gente”. Una sarta de mentiras con las que pretendían marcar unas distancias que en nuestro caso no existían. “¿Por qué no quieren que nos sentemos aquí?”, le pregunté a un chico con los ojos pintados: “No les gustamos”. A él tampoco le gustaba la chica que tenía al otro lado que portaba minifalda y voz masculina: “Es un chico, en realidad”, me advirtió. “Pues yo creo que es una señora, ¿eres una señora?”. “Yo creo que sí”, me dijo con una sonrisa.
Estábamos todos juntos, en el mismo espacio, en ese malecón sin mar de menos de 20 metros de largo, escuchando las mismas guitarras, disfrutando la misma luna. Sin embargo, cada grupo resultaba ser como una isla en medio del mar a la que mirar desde la otra orilla con desconfianza. Tierras que no se tocan ni se conocen fuera de los prejuicios comunes que marcan las verdaderas distancias.
Qué bonito…
09 noviembre 2015 | 12:45
¿de qué va esto específicamente?
09 noviembre 2015 | 19:49